Japón adelanta el largo plazo

Por lo general, cuando un economista utilizaba el término “década perdida” era porque probablemente se encontraba ante una audiencia que no había vivido los años 80 de América Latina, donde la acumulación por décadas de deuda pública se transformó en estancamiento hiperinflacionario como el de Bolivia; o porque con pretensiones planificadoras se refería a la economía del Japón como un evidente caso de que no toda acumulación de deuda se traduciría eventualmente en hiperinflación, y de que aquella deuda, además, podía seguir siendo acumulada de manera indefinida con aceptables tasas de crecimiento de largo plazo.

De una u otra manera, América Latina hizo parte de su tarea, tanto como para que el Socialismo del Siglo XXI cuente hoy con suficiente capital para destruir y tener que comenzar de nuevo, pero ahora que la economía occidental en su conjunto agrava su situación en ya casi seis años de crisis continua, Japón acaba de redoblar la apuesta sobre una estrategia que, lejos de haberle permitido registrar una clara recuperación desde principios de los 90, amenaza –sin exageraciones- con repetir aquel episodio latinoamericano infame. Por eso, las “décadas perdidas”, a la vez que son más recurrentes, actuales e igualmente peligrosas, deben al menos ser advertidas, cuando no inmediatamente abortadas.

Aunque sea un problema igualmente absurdo y se trate exactamente del mismo mecanismo de crear dinero de la nada, el Banco de Japón no imprime billetes y los introduce en la economía como los gobiernos latinoamericanos en los 80 con sus cheques de gerencia, sino que lo hace de una manera mucho menos evidente y hasta hace poco comparativamente controlada: emitiendo depósitos (apuntes contables, dinero escriturario) en favor de la banca comercial para prestarlos al público. Este dinero es deuda, es un pasivo de la banca japonesa y, por tanto, quienes posean estas divisas se hacen acreedores suyos pero, al no ser inmediatamente tomados por el público generando inflación, es una política que sólo deteriora los balances del Banco de Japón, y que a su vez deterioran la economía que pretende resguardar incrementando aún más la deuda total.

Esta política no es nueva en la tierra del sol naciente. Cruzándose de brazos, a este problema alojado en la deuda pública de más de dos décadas continuas, la doctrina económica tradicional ha convenido en bautizarla como “la trampa de la liquidez”, a saber, una falaz teoría que pretende explicar que cuando las tasas de interés se encuentran en un nivel tan bajo, los incentivos de los inversores para prestar su dinero desaparecen hasta el momento en que las tasas volvieran a subir. Sin embargo, a pesar de que la banca está en quiebra, que la ciudadanía no puede endeudarse más, y que la fobia del gobierno a la deflación impide que la estructura productiva se ajuste a la demanda, la fórmula es la de seguir vertiendo dinero en la economía para que en tamaño despropósito y mediante la persistencia de mantener las tasas de interés en cero, siga siendo atesorado.

Ahora, durante 2012 y sobre todo desde que Shinzo Abe, el nuevo primer ministro japonés, al decidir que la masa monetaria sea duplicada desde enero de 2013 durante los próximos dos años para generar una inflación del 2%, con los riesgos que en sí misma conlleva, esta política además ha provocado que la carrera de devaluaciones globales finalmente empiece a precipitar el sistema financiero internacional.

Es cierto, antes de que esto suceda de una u otra manera, se observará un efecto cualitativo como el que con premura celebran hoy Krugman y el New York Times al ver que los bonos japoneses se disparan en bolsa, y apostando a que las exportaciones se incrementen indefinidamente, pero si no fuese por la teoría económica moderna que observa estos efectos como un fenómeno de corto plazo, la cuenta regresiva no habría empezado también para América Latina, que guarda un silencio cómplice sobre su vergonzosa experiencia, una mirada por demás distante sobre las causas de la Gran Recesión, y una sobrada actitud que subestima los efectos de su agravamiento.

Artículo publicado en Página Siete y Los Tiempos.

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