Probablemente desde Keynes en los años 30, el estímulo de la demanda jamás ha pasado de moda entre los gobiernos realmente. Cuando el intervencionismo económico perdió fuelle en el globo entre los años 70 y 80, lo máximo a lo que se apeló para controlar el nuevo fenómeno económico de la estanflación fue el control del gasto y la tímida reducción de las atribuciones y competencias del Estado sobre la economía; la consigna era solamente gastar cuanto se recibía.
Durante los años 90, esta consigna del liberalismo clásico se mantuvo en América Latina mientras terminaba de recuperarse de la década perdida de los 80. Incluso la izquierda moderada como la chilena aceptaba tal principio como modelo. Sin embargo, a inicios de los 2000, el estratosférico incremento de la cotización petrolera permitió gastar cuanto se recibía sin incurrir necesariamente en déficit, pero el aparato público creció en desmedro de la generación de valor del empresario.
Brasil es un nuevo elemento de evidencia de que el estímulo de la demanda, indistintamente de que se gaste cuanto se recibe, siempre termina siendo un fracaso. Rousseff se aferra a la idea de que el brasilero promedio crea en la caída de los pecios de sus materias primas en un 40% desde su pico en 2011 como causa, o en la caída petrolera desde 2014, pero la política económica fundamentalmente pro cíclica del estímulo de la demanda desde 2008 permite decir que el desastre económico brasilero era previsible.
Desde 2008, la banca estatal repartió dinero como si fuera la última vez. La cartera de préstamos de todos los bancos estatales se triplicó desde fines de 2008 y creció más de cinco veces hasta 2013. Por ejemplo, entre 2009 y 2012, la cartera de créditos del Banco do Brasil se expandió al 24% anual, y la de la Caixa un 45%; los préstamos de BNDES crecieron en un 52% solamente en 2009, y por si fuera poco, aparentemente prestó alrededor de 4.700 millones de dólares a las empresas en bancarrota de Eike Batista.
Pues bien, cuando en 2014 la población salió a las calles a protestar contra los incrementos de tarifas, la inflación (hoy en el 10.5%) y la pésima asignación de capital que significó el gasto en infraestructura del Mundial, Rousseff tuvo que aceptar ajustes o su reelección se vería amenazada: Guido Mantega, ministro estrella en Hacienda desde la era de Lula Da Silva, terminó siendo reemplazado por Joaquim Levy hace un año con el mandato de reducir el déficit. Habiendo fracasado, renunció tan pronto como en diciembre.
En un principio, los resultados de los estímulos parecen siempre un milagro, pero después terminan siendo una auténtica pesadilla. Cada centavo que el gobierno brasilero gastó al menos desde 2008, fue un centavo que el empresario no pudo invertir para tratar de generar valor. Así, hoy Brasil atraviesa su peor caída del PIB en los últimos 25 años, y de seguir la tendencia del gasto a manos llenas apuntando a las Olimpíadas de agosto, la caída será la peor desde 1948, cuando se contrajo en más de un 4.3%.
Con un nivel de aprobación de apenas el 12% y sin poder controlar la inflación, Rousseff ha prometido cerrar 2016 con reducciones del gasto e incrementos de impuestos de manera simultánea, con lo cual los problemas seguirán agravándose con seguridad en Brasil, sobre todo mientras la consigna no sea impedir el estímulo de la demanda, indistintamente de que -habrá que insistir- se gaste solamente cuanto se reciba.