Islandia, sin apresurarse

En Islandia viene sucediendo algo realmente extraordinario en el contexto de la crisis económica internacional y son varias las lecciones que se puede obtener de aquel caso, pero primero es necesario tratar de explicar la manera en que hoy se desenvuelve, para luego despejar algunos prejuicios y preconceptos amparados en alguna legitimidad que tendría alguno de los quejosos movimientos de indignados como el de Wall Street y que se exponen sin previo estudio e investigación serios.

Luego de la quiebra de Lehman Brothers, los mercados crediticios alrededor del mundo se paralizaron manifestando la asombrosa interconectividad de la economía global. Casi de manera inmediata, en el sistema financiero de Islandia (un país cuya población es no mucho mayor a la de Oruro, pero con un PIB per cápita veinte veces mayor al de Bolivia) sucedió una de las más espectaculares bancarrotas jamás vistas, pero erróneamente atribuida a lo que apresuradamente se consideró como la evidencia más consistente de la disfuncionalidad capitalista del tipo laissez faire.

Islandia había terminado de privatizar su sistema bancario en 2003 y llegó a colapsar en octubre de 2008, pero el haber avanzado en la privatización bancaria no quiso decir que su sistema financiero estuviera exento de presión fiscal por parte del Estado (que para 2007 equivalía al 41 por ciento del PIB, nivel comparable al de países que poco podrían preciarse de ser exponentes del libre mercado, como Francia o Finlandia) o que Islandia supone la excepción a la manera en que opera cualquier otra economía alrededor del mundo.

La banca islandesa consiguió un negocio redondo cuando incurrió en masivas deudas de corto plazo a bajas tasas de interés, para invertirlas en el largo plazo a elevadas tasas de interés. No obstante, aunque la estrategia pudo ser extraordinariamente rentable, los pasivos de la banca vencieron mucho antes que sus activos, presentando un escenario de iliquidez y posterior cesación de pagos, lo que Bagus & Howden (2011, p. 50) llamaron descalce de plazos.

Ahora bien. La única manera en que los bancos de cualquier país no incurran en estas maniobras, es que los bancos centrales no intervengan mediante la emisión de dinero fiduciario para que el endeudamiento de corto plazo y la inversión de largo plazo continúen. Naturalmente, esto llevó a que se produjera otro problema: el descalce monetario.

Mientras el descalce de plazos hace uso del hecho de que las tasas de interés sean normalmente más bajas para plazos más cortos que para plazos más largos, el descalce monetario explotó las diferenciales entre las tasas de interés de distintas economías. Como las tasas de interés islandesas eran relativamente altas, los inversionistas se endeudaron en dólares, euros y yenes a las bajas tasas de interés que sus respectivos bancos centrales apostaron, e invirtieron en las utilidades de los activos en Islandia, resultando en pérdidas realmente considerables cuando aquellas monedas se depreciaron.

Peor aún, ante la posibilidad de que estas pérdidas fuesen demasiado grandes, y cuando llegó el momento en que la estructura debía ajustarse en forma de crisis, el gobierno islandés decidió nacionalizar los bancos, aplacando la recuperación potencial de la economía real y evitando que el mercado financiero se ajustara a la baja. En otras palabras, los políticos islandeses y su banco central buscaron pues socializar pérdidas.

El Banco Central de Islandia dirigió la expansión del crédito y de la base monetaria, asumiendo el explícito papel de prestamista de última instancia, pero para el momento en que no pudo disponer de crédito de corto plazo a la banca, el FMI entró en escena para tratar de estabilizar el valor de la corona con nuevas inyecciones de liquidez, lo cual sólo agravó el problema, pues sus deudas eran demasiado grandes y el desastre demasiado enredado: las deudas de la banca eran once veces superiores al PIB del país, de las cuales casi el 70% habían sido adquiridas en moneda extranjera, sobre todo en euros, dólares y libras, cuyos respectivos bancos centrales habían emprendido la carrera de expansión de liquidez entre 2002 y 2005. La deuda pública islandesa era del 27,6 % del PIB en 2008 y después de las nacionalizaciones bancarias subió al 80,9% en 2009.

Es cierto que hoy Islandia está cerca de triplicar su crecimiento y que existe vida luego de la bancarrota, pero de nada sirve encarcelar banqueros si el sistema bancario intervenido (y ahora nacionalizado y quebrado) en el que operan sigue siendo el mismo. Y aunque no obstante, así ha funcionado la banca desde tiempos inmemoriales, si los gobernantes no hubiesen suprimido el patrón oro para financiarse, las deudas siderales en las que Islandia incurrió a corto plazo -tanto en coronas como en monedas extranjeras- para invertir en el largo plazo, no hubiesen sido posibles, ni que los bancos sean tan grandiosamente insolventes y que los ciclos económicos sigan siendo aquellos erráticos y recurrentes.

Artículo publicado en Página Siete.

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