El famoso debate entre Thomas Malthus vs. Jean-Baptiste Say, o la “sobreoferta” y el “subconsumo” (Malthus) vs. el fallo de coordinación del proceso de producción (Say), es casi el precursor exacto del debate Keynes vs. Hayek en los años 30, y el de Skidelsky-Whyte vs. Weldon-Selgin hoy en día. Say ganó el debate alrededor de cien años antes de que Keynes lo reabriera con –lo que yo creo- una incorrecta y engañosa reinterpretación de la Ley de Say, en su Teoría General.
De similar manera, en el marco del agravamiento actual de la crisis internacional iniciada en 2007-2008, con el principal impulso de haber leído a alguien tan reconocido como Gonzalo Chávez (de hecho he seguido sus columnas desde que las descubrí la primera vez hace ya varios años) que sigue tan estrictamente las ideas de Keynes (legítimas y respetables todas ellas, por supuesto) y sobre todo de Krugman, lo que se pretende es hacer algunos comentarios –y alentar el debate, esperemos- sobre su último artículo, donde desarrolla el pensamiento económico de Keynes en cuatro pilares, pero también en siete párrafos que comentaremos brevemente y paso a paso.
1) Las economías sufren de falta de demanda agregada, lo que lleva a un desempleo involuntario. Máquinas, tierras y personas paradas se explica porque no existe el suficiente nivel de consumo en la economía. Claramente, la oferta no crea, automáticamente, su propia demanda, como sostenía el pensamiento económico dominante en los años 30.
En realidad, lo que se observa como falta de demanda agregada que lleva a un desempleo involuntario, es la consecuencia y no la causa de toda recesión, además de que aquella afirmación es parte del principal problema del que adolece la Teoría General y que el mismo Keynes reconoció en su sintético artículo de 1937. Lo que Keynes hizo fue una simple abstracción que toma en cuenta los bienes de consumo final y los bienes de capital que llegan al mismo consumo final, a través de la torpe medida del Producto Interno Bruto, pero no tomó en cuenta la mayor parte de todo proceso productivo en sus etapas previas como el esfuerzo y creatividad del empresario y el trabajador.
Si Keynes hubiese aplicado una teoría del capital a su Teoría General, ésta última no sólo podría ser simplemente desechada, sino que sería capaz de explicar los efectos microeconómicos de la relación existente entre el lado real y el lado monetario de la economía, o la manera en que el dinero afecta la estructura de distintas etapas inter temporales del proceso productivo de la economía real.
Aunque se está hablando de una etapa del ciclo en la que no se busca su causa muy anterior, lo que este primer argumento keynesiano está obviando es lo que Hayek denominó “efecto Ricardo”, aquel que explica el resultado que el ahorro tiene sobre los salarios reales, o que explica que es perfectamente posible obtener ganancias incluso cuando las ventas (de bienes de consumo) se reducen, si los costos disminuyen aún más a través de la sustitución de mano de obra (que ahora sería más caro) con máquinas y computadoras, por ejemplo.
Esto es así porque quienes producen aquellas máquinas, computadoras y bienes de capital son aquellos trabajadores que anteriormente trabajaban en las industrias más próximas al consumo y que ahora lo hacen en industrias más alejadas del mismo. Esto, desde luego, al enriquecer el número de etapas de producción de bienes de capital, la economía se hace más productiva.
Si, por ejemplo, alguna dificultad hubiese en aquel proceso, es debido a la rigidez de la legislación laboral que impide a los trabajadores trasladarse de la manera más ágil de un sector a otro de la economía productiva, y encareciendo y entorpeciendo el despido, aproximando a las empresas a trabajar a pérdida por improductividad o la bancarrota.
El segundo comentario es sobre una clásica mala interpretación malthusiana y luego keynesiana sobre la Ley de Say, la cual no es “la oferta genera su propia demanda”. La aproximación de Jean-Baptiste Say fue que primero se debe producir algo que otros valoran y están dispuestos a comprar, antes de que tenga los medios para exigir otros bienes. Es decir, que la producción es lo primero, o que para “estimular” la demanda agregada, primero debe producirse lo que se demandaría. Este es un aspecto clave sobre el recetario keynesiano para las recesiones.
2) Las economías tienen la tendencia automática a corregir estas deficiencias en la demanda agregada, cuando los mercados funcionan adecuadamente, cosa que en la práctica ocurre en muy pocas oportunidades. Sin embargo, estos mecanismos, cuando funcionan, lo hacen de manera lenta y dolorosa. En la visión neoliberal, las recesiones son como los purgantes, feos y amargos, pero necesarios para corregir las ineficiencias de las empresas y otros agentes económicos.
Por un lado, el mercado funciona siempre que se le permita funcionar. Por el otro, que una cosa son las recesiones y otras son las depresiones causadas por el intervencionismo que fracasó en evitar las primeras. Una clara evidencia es la dirección que ahora va tomando la crisis internacional de manera tan acelerada, como consecuencia del fracaso de las medidas de estímulo y gasto masivo de corto plazo de los gobiernos alrededor del mundo, y que el G20 acordó adoptar a partir de su reunión de 2008.
No obstante, quien además de haber recomendado reemplazar la burbuja de las puntocom de 2001 por la burbuja inmobiliaria de 2007, sostiene –entre otros muchos y muy variados arranques de lucidez científica e intelectual – que para estimular la economía es necesario un holocausto nuclear o incluso un ataque alienígena, o que sería bueno “colapsar la economía por un año, para que al siguiente año tengamos mayor crecimiento”, es el Nobel de Economía 2008, Paul Krugman.
3) Contrariamente a la anterior afirmación, el pensamiento keynesiano sostiene que la administración de las políticas macroeconómicas pueden incrementar la demanda agregada y así reducir rápidamente el desempleo, sin que las economías tengan que pasar por el purgatorio de la recesión. Esto es lo que debería hacerse en Europa.
Como se sostuvo anteriormente, el problema para los keynesianos al momento de tomar acción contra la crisis, es concebir el pleno empleo creando demanda agregada para lo que todavía no se ha producido. Y eso es lo que se ha hecho ya en Europa, construyeron edificios que nadie necesita. Por ejemplo, en España se conectó la Capital con cada provincia con Ave y subvenciones, pero sin un sólo pasajero. Habrá que suponer entonces, que ahora debe conectarse con Aves a Madrid con Baleares y Canarias, o que ahora hay que buscar la manera de que el aeropuerto de Castellón tenga su primer avión a más de un año de su inauguración.
4) En algunas ocasiones, la política monetaria expansiva, vía reducción de la tasa de interés, no es suficiente para persuadir al sector privado para que invierta. En esos casos, el Gobierno debe entrar en cancha a través del aumento tanto de la inversión como el gasto público y hacerlo de manera sostenida.
Aquí sucede el efecto exactamente inverso al de Ricardo: La subida del precio de los bienes de consumo supone una bajada, en términos relativos, de los salarios reales, por lo que a los empresarios les deja de interesar el invertir en la misma proporción; empiezan a contratar más mano de obra, más turnos, etc. Cuando los beneficios de las empresas más próximas al consumo empiezan a crecer más rápidamente que el de las inversiones emprendidas con la expansión crediticia de la bajada arbitraria de las tasas de interés, sucede un efecto letal sobre la demanda de los bienes de capital que van a financiar las últimas etapas de estos nuevos proyectos.
En suma, podemos decir que Keynes creía que cuando la economía se encuentra en el sótano, se debe estimular la demanda agregada, es decir, impulsar políticas anticíclicas. Hasta aquí suena sencillo y fácil de hacer. Pero si bien la receta es conocida, los problemas están, por un lado, en el mix de instrumentos que se utilizan para implementar los estímulos fiscales y por otro, en la fuente de financiamiento del gasto.
Impulsar políticas anticíclicas no sólo no es sencillo ni fácil, sino que resulta una quimera en el mejor de los casos. Como se sostuvo, el error esencial es no observar la falta de bienes de capital; la causa de las depresiones no tiene misterio alguno como la falta de consumo e inversión. El problema es que para producir más es necesario consumir menos, para así liberar y aumentar la existencia de bienes disponibles de capital. Siguiendo nuevamente a Say, no es posible incrementar el consumo y la inversión al mismo tiempo. Pero es algo en lo que Gonzalo Chávez parece estar de acuerdo, como más adelante se verá.
En un sentido amplio, si alguien se sube a un helicóptero, que puede ser venezolano o no, y desde el aire comienza a lanzar dinero o cheques a la gente, podría ser calificado de keynesiano, inclusive algunos le dirán revolucionario. Si otro gobernante decide bajar los impuestos a las empresas y las personas también se podría decir que arrastra un ala por Lord Keynes.
Este es el momento en que monetaristas y keynesianos coinciden ampliamente cuando, al no tener una teoría del capital y mucho menos una teoría del ciclo con secuencia lógica, cronológica y causal, afirmarían que “ahora todos somos keynesianos” y cuando afirman, como Krugman en el prefacio de una de las nuevas ediciones de la Teoría General, que un buen economista jamás se pregunta a qué se ha debido la crisis, que lo importante es salir de ella cuanto antes.
En realidad, quien utilizó la metáfora del helicóptero regando cheques fue el ala monetarista del intervencionismo de Ben Bernanke, el titular de la Reserva Federal estadounidense. Pero en la construcción del Plucking Model de 1993, Milton Friedman también dejó fuera no sólo la causa del problema, sino también la tan importante teoría del capital que -nuevamente- explica la manera en que este dinero de nueva creación afecta la estructura productiva y el componente que tienen las tasas de interés de inflación esperada.
Asimismo, si el administrador público impulsa la construcción de escuelas, hospitales, carreteras y otra infraestructura, del mismo modo podría estar en la comparsa carnavalera de los keynesianos de gran corazón. Si se comienza a gastar recursos aumentando salarios a diestra y siniestra, o crea bonos para los jóvenes, las viudas y los que sufren por amor también se podrían poner la camiseta del economista inglés. Si el Banco Central baja sus tasas de interés de manera radical, igualmente podríamos identificarlas como políticas keynesianas.
Por un lado, cuando se manipula los precios en el mercado, en este caso las tasas de interés (que no representan el precio del dinero, sino la relación consumo presente-consumo futuro) a la baja, es que se envía señales sobre un ahorro disponible mayor al que verdaderamente existe, construyendo la falsa imagen de unos proyectos empresariales que de otra manera no serían viables y cuyos cálculos justifican la toma de riesgos. Entonces se habrá creado un boom que más tarde deberá volver a darse, cuando los precios relativos (y no generales) tiendan a mostrar que debe darse un ajuste, momento en que llega la inflación y los bancos centrales se ven forzados a incrementar las tasas de interés, aunque el pasivo de aquellos proyectos en el banco sigan siendo los mismos.
Y por otro lado, cuando los gobiernos estimulan la economía mediante el gasto público en la construcción de escuelas, puentes y carreteras e incluso carnavales, pueden realmente generar empleos por un tiempo. No obstante, cuando aquellos nuevos empleados gastan el dinero en esta estructura artificial y no pueden sostenerla de manera permanente, lo que se habrá hecho es postergar el problema a costa de hacerlo más grave, así como en el caso de la España e Italia de hoy.
Al final, si frente a esta crisis usted sigue gastando en chairos y chelas, y no se priva de ninguno de sus gustitos financiados con sus ahorros, de la misma manera es un keynesiano. Por lo tanto, ante esta avalancha de posibilidades de estímulos fiscales y acciones keynesianas, un simple mortal se preguntará: ¿cuál es el conjunto de políticas más efectivas?, ¿qué camino se debe seguir? Un keynesiano electoral usando el helicóptero, uno más popular en base a transferencias para los más pobres, u otro keynesianismo de perfil elitista que beneficie a bancos y empresas; pues el secreto de las políticas de estímulos de la demanda agregada está en combinación adecuada de los instrumentos y en las dosis a ser usadas. Es decir, en el mix de políticas públicas es donde vive el diablo.
En el desafío del sentido común que dice que cuando uno tiene problemas de sobre endeudamiento, uno debe reducir su consumo desbocado y ajustarse el cinturón, acaba de manifestarse el deseo generalizado de todo economista con la aspiración de intervenir y dirigir la economía; es la manifestación de un consuelo, de que todos seguiríamos siendo keynesianos a pesar de haber fracasado luego de haberlo intentado todo. Pues si bien el paradigma económico dominante jamás dejó de ser keynesiano realmente, no todos somos keynesianos. Afortunadamente, como también se verá más adelante, tampoco sería el caso de Gonzalo Chávez.
En la práctica, cuando se comienza a manipular o administrar las políticas que afectan la demanda agregada, se comprende mejor aquella frase que dice: se deben besar muchos sapos antes de encontrar al príncipe de la reactivación económica. Por supuesto, en el camino uno lamerá batracios feos y melosos, que pueden llevar a la economía no al paraíso de crecimiento, sino al infierno de la inflación. Así que no se trata de salir atrás de los rococos impulsado por una fiebre electoral y populista. Besar sapos es todo un arte y requiere de serenidad y mucha responsabilidad de parte de los encargados de las políticas públicas.
Bien, como uno de los problemas para los keynesianos es concebir el pleno empleo creando demanda agregada para lo que todavía no se ha producido, les queda creer en los milagros. Una vez que han creado una situación de estancamiento inflacionario sobre el que jamás tuvieron respuesta y jamás aceptarán reconocerse como causantes, solamente queda esperar un milagro para ver piedras convertirse en pan, calabazas en carrozas y sapos en príncipes.
Este es otro ejemplo que ilustra la manera en que un gran número de economistas (keynesianos, monetaristas y ahora también mundellianos) observan los datos de inflación y desempleo al fin del trimestre, esperando ver que todo el dinero que imprimieron y luego lanzaron desde un helicóptero se hubiese convertido no en inflación, sino en bienes de consumo y capital como por arte de magia.
El otro problema clave es cómo financiar los estímulos fiscales. Ciertamente la primera tentación puede ser comenzar a imprimir dinero, pero ésta es una pésima idea que ciertamente acabará produciendo una hiperinflación. El Gobierno tendrá que comer un anfibio enorme. La mejor opción es usar recursos ahorrados justamente para estas ocasiones. Pocos países tienen estos fondos, y por lo tanto, en el caso europeo, por ejemplo, se depende de los primos ricos alemanes y la suegra FMI.
Otro camino es el endeudamiento interno, pero para los críticos de las políticas keynesianas, esto es simplemente pasarle la factura de la farra de la crisis a nuestros hijos y nietos. En el futuro, el príncipe volverá a ser un sapo, mucho más feo e inclusive barbudo. Es todo un arte político rezar plegarias keynesianas frente a tantos tipos de sapos.
A pesar de que el problema en realidad no es la falta de ingresos para el financiamiento del gasto, sino el gasto excesivo (como afirmaría alguien como Juan L. Cariaga) probablemente este sea el apartado más rescatable del artículo, porque no sólo se refiere a un acierto no reconocido del neoliberalismo cuando afirma que imprimir deuda genera hiperinflación (como afirmaría alguien como el Sánchez de Lozada de los 80 y 90), sino que además se estaría oponiendo a los eurobonos (o al menos no recomendándolos) como el mismo Krugman realmente quisiera, a pesar de que el reglamento del Banco Central Europeo no lo permita, pero ¿para qué están las reglas como las del Tratado de Maastricht, verdad? Pero tampoco es lo que piensa Gonzalo Chávez, porque, siguiendo nuevamente a Say y más a Hayek ésta vez, la mejor opción es usar recursos ahorrados justamente, aunque no en el gasto estatal (como sostendría ya el Sánchez de Lozada de 2002), sino en negocios correctamente identificados y capitalizados por la función privada empresarial.
Finalmente, valga insistir en que quien suscribe esta revisión no tiene animadversión alguna contra Gonzalo Chávez, tal vez sí contra Krugman. Probablemente sea todavía más interesante y enriquecedor exponer las ideas de alguien como Robert Skidelsky, que desde ya son bastante más depuradas, elegantes y respetuosas que las de Krugman, todo con el fin, lógicamente, que todo debate tiene de cuestionar o reforzar los principios de quienes lo atienden.
Preliminar.