Es cierto que para el político promedio los momentos de crisis son siempre ideales para implementar medidas que de otra manera no hubieran sido posibles. Y si no hay ninguna crisis, se la inventan o simplemente la crean.
A causa de la pandemia, que ha sido probablemente la mejor oportunidad en décadas para todo tipo de experimentos políticos, se ha visto cómo algunos proyectos de incrementos generalizados de impuestos –que habían sido postergados durante 3, 4 ó 5 años en algunos casos– fueron resucitados para financiar el gasto desbocado.
De hecho, en Bolivia se ha visto cómo la deuda interna ha crecido un 38,1% solamente entre diciembre de 2019 y junio de 2020.
Como lo había anunciado desde abril durante su campaña electoral, el gobierno de Luis Arce Catacora se está apresurando en promulgar una ley de impuestos a las grandes fortunas de aproximadamente 150 personas que poseen un capital superior a los Bs. 30 millones.
La creación de un impuesto a los ricos o a las grandes fortunas no es ninguna novedad, mucho menos en el escenario del golpe a la economía global en el que se han traducido las cuarentenas masivas y forzosas.
Lo propuso hace sólo unos meses el gobierno de Sánchez e Iglesias en España. Ello provocó que solo en marzo hubiese una fuga de €22.000 millones de depósitos –grandes y pequeños– hacia el refugio fiscal de Luxemburgo. También lo propuso el gobierno de Fernández y Kirchner en Argentina y ello sigue provocando el éxodo de empresas y ciudadanos. En Estados Unidos trataría de implementarlo el gobierno de Biden y Harris. Bolivia solamente se suma al concierto.
Tampoco es extraño que en tiempos de crisis se escuche decir que “el hueco financiero es más grande de lo que pensábamos, entonces nos vemos forzados a asumir medidas que no habíamos contemplado en un principio”.
Fue este el motivo por el que, por ejemplo, en la campaña electoral de España en 2011, Mariano Rajoy prometió recortar impuestos, pero terminó incrementando el IRPF y el IVA en los primeros días de su mandato. Si el agujero fiscal era más grande de lo que pensaba, lo correcto era un recorte de impuestos mayor al que había pensado, no hacer exactamente lo contrario.
En Argentina sucedió algo muy parecido con Mauricio Macri: prometió una reducción de impuestos en la campaña de 2015, pero su fracaso en la estrategia gradualista del ajuste lo obligó a incrementar los viejos tributos y a crear nuevos impuestos más adelante durante su gobierno.
En Bolivia la historia no fue muy distinta. Por lo general, las medidas extraordinarias y de emergencia suelen ser implementadas afirmando que son temporales, pero como muy bien decía Milton Friedman, no hay nada más permanente que una medida temporal.
Para lidiar con el déficit, el funesto gobierno de Carlos Mesa en 2004 creó el Impuesto a las Transacciones Financieras “con carácter temporal”. El tributo no solamente se mantiene 16 años más tarde, además ha ido incrementando conforme pasa el tiempo.
Pero volviendo a la actualidad, el primer problema de la propuesta de Arce Catacora es que no cuadra con el objetivo: primero porque si se supone que este será un gobierno “sumamente austero”, la prioridad debería ser el recorte de gasto público estructural y no la creación de nuevos ministerios (como ha sucedido durante la última semana). Pero aunado a esto, con el nuevo tributo se espera recaudar apenas Bs.100 millones –$14 millones de dólares, aproximadamente–. Esto equivale a apenas un 0,03% del presupuesto, y un 0,49% del déficit fiscal.
En todo caso, si uno de los problemas económicos inmediatos del país fuera por falta de ingresos antes que por exceso de gastos, y lo que se requiriese es incrementar la recaudación tributaria, lo inmediato debería ser un decidido recorte de impuestos, respondiendo a los principios de la Curva de Laffer. Estas pautas rezan que no todo incremento de impuestos contribuye siempre a aumentar la recaudación y viceversa.
Bolivia ya se encuentra entre los mayores infiernos tributarios y con mayor informalidad del mundo.
Tal vez lo que se busca es justamente la fuga de los pocos grandes capitales que quedaban en el país, que la gente con poder se vaya del país para quitar fondos para viejos y nuevos partidos políticos o movimientos cívico-ciudadanos de oposición.
Pero más allá del fuerte elemento político –porque no tiene un fin recaudatorio– es necesario destacar los efectos y consecuencias que tiene este tipo de impuestos al patrimonio en todo momento y lugar:
- El primer efecto es el ahuyento de los grandes capitales del exterior que hoy el país necesita de manera desesperada. Si vienen nuevos capitales a invertir, será porque tienen un trato especial y directo con el gobierno y su partido.
- El segundo es la descapitalización de las empresas cuya única alternativa sea quedarse en el país. Es decir, para sobrevivir empezarán a consumir y destinar una parte cada vez mayor de su capital para pagar impuestos, hasta que finalmente desaparecerán.
- El tercer efecto es un incremento todavía mayor de la informalidad y del subempleo.
- El cuarto y último efecto es que el público en general se amilane ante medidas extraordinarias, porque suponen que no les afecta de manera directa. Un nuevo impuesto solamente contra los ricos constituye también un globo de ensayo para medir la tolerancia de la gente ante medidas impopulares.
Desde luego, todo esto significa que habrá cada vez menos inversión en el país y, por tanto, menos empleo, menor capacidad para generar legítima riqueza y menor capacidad de resiliencia frente a eventuales crisis. Así pues, los impuestos recaen siempre en los más pobres, porque los ricos siempre tienen distintos mecanismos para defenderse.
Por eso, si no se frena el impuesto a los ricos ¿cuál será el argumento que utilizarán quienes no son ricos cuando también les cobren impuestos a ellos?
Si realmente hubiera voluntad por empezar a solucionar los problemas inmediatos más graves, el gobierno de Arce Catacora no sólo recortaría impuestos, sino que, además, haría como Luis Lacalle Pou en Uruguay.
A los argentinos que quieran mudarse o invertir en Uruguay, Lacalle Pou les flexibilizó los requisitos, redujo el valor de la propiedad que una persona debe poseer y la inversión mínima requerida para hacer negocios, extendió el período de exenciones impositivas sobre rentas obtenidas en el exterior, y eliminó el tiempo mínimo de estadía en Uruguay para poder reclamar la residencia fiscal.
Si Arce tuviera voluntad, establecería mecanismos de incentivo para atraer tal vez el capital chileno que el inicio del proceso constituyente ya está espantando.
Concluimos entonces que el nuevo impuesto a las grandes fortunas en Bolivia no tiene nada de novedoso; tiene fines políticos y no recaudatorios; no será transitorio, sino que viene para quedarse; no lo pagarán los ricos, sino que recaerá –como siempre– en los más pobres; no permite mitigar el impacto de la crisis, sino que la agravará.
Sí, la crisis empeorará, no solo porque el ajuste lo seguirá asumiendo todo el sector privado –mientras el aparato público burocrático y las empresas públicas estatales deficitarias tienen el sueldo asegurado– sino porque además no será el único nuevo impuesto que crearán o incrementarán. Pronto seguramente vendrá también un aumento al IVA.