Los confinamientos masivos y forzosos para lidiar con la pandemia del Covid-19 alrededor del mundo han llevado a la economía global a una crisis nunca antes vista probablemente desde la Gran Depresión de los años 30, y la región latinoamericana vive ahora mismo un entorno de mucha inestabilidad política, crisis sanitaria y económica agravada por la misma manera de lidiar con la pandemia.
Por ejemplo, en Perú se observa una profunda crisis política al menos desde 2017 con el vínculo del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski con el caso Odebrecht, que luego fue sustituido por Martín Vizcarra durante años, que a su vez lo reemplazó Manuel Merino durante apenas cinco días, hasta que hoy el presidente de los peruanos es Francisco Sagasti.
De igual manera, Bolivia ha sufrido al menos desde 2016 una profunda crisis política que se ha traducido en una rebelión popular de 21 días hasta provocar la renuncia de Evo Morales en noviembre de 2019.
Otro caso es el de Chile. A fines de 2019 sufrió una serie de revueltas callejeras durante varias semanas que incluyeron el incendio de al menos 78 estaciones de metro en Santiago de Chile, atribuidas al incremento del pasaje de 800 a 830 pesos chilenos (un incremento de $US 1,04 a $US 1,08).
Todo esto sirvió para ejercer presión popular sobre el gobierno de Sebastián Piñera para celebrar, un año más tarde, un plebiscito que diera paso a una Asamblea Constituyente en 2021, de la misma manera que sucedió años antes en el Perú de Alberto Fujimori en 1993, o en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua como parte del proyecto regional del Socialismo del Siglo XXI (hoy Grupo de Puebla).
Es en este sentido que quiero aprovechar el contexto actual de la región, y sobre todo el chileno, para explicar el peligro para la libertad que se cierne con la renovación del positivismo en América Latina.
De la misma manera, este breve ensayo también tiene que ver mucho con la autocrítica que creo necesaria no solamente entre economistas y jurisconsultos, sino entre liberales, o algunos liberales que probablemente anden un poco confundidos sobre lo que es el liberalismo, esta vez desde una perspectiva económica.
Los errores de la economía clásica
Para hablar de positivismo entonces, es necesario remitirse solamente a los tiempos de la economía clásica y algunos de los temas sobre los que discutían y que generaron y generan polémica hasta el día de hoy.
Uno de los economistas clásicos más polémicos e influyentes -y no por eso acertado en sus análisis-, fue Thomas Robert Malthus (1766 – 1834).
Malthus fue tan influyente que, hasta el día de hoy, de una u otra manera, se lo sigue citando, o se sigue reproduciendo o aplicando su manera de entender la economía en distintos ámbitos de nuestra vida cotidiana.
Malthus observó que había un serio problema en el mundo fruto de la propia conducta de la gente, vio que la población mundial se reproducía a un ritmo superior (en progresión geométrica) al que se producían los recursos alimenticios (en progresión aritmética) en el globo, y que, por tanto, la solución no iba por encontrar nuevas maneras de producir más y mejores alimentos, sino por controlar el crecimiento de la población.
Esta es la idea que más profundo ha calado en el público y los economistas, que incluso se hacen llamar científicos, hasta el día de hoy, luego de 222 años de su An Essay on the Principle of Population de 1798, que han aplicado esta teoría de innumerables maneras, como los controles de natalidad en la China comunista de Mao en el Siglo XX.
Pues lo que sucedió con las catastróficas predicciones de Malthus sobre la población y la agricultura, que son extrapolables también a las predicciones de Marx sobre el fin del capitalismo, fue exactamente lo contrario: la población no creció en progresión geométrica y nadie se murió de hambre si no fue por El Gran Salto Adelante del comunismo chino en el siglo XX, por ejemplo.
A pesar de que ya alguien como Nassau William Senior demostró en 1829 con su Two Lectures on Population que estaba equivocado, Malthus influyó también en otros economistas clásicos como David Ricardo y John Stuart Mill (quien fue el padre, justamente, del neomalthusianismo), o en John M. Keynes e incluso Milton Friedman. Pero luego hablaremos sobre esto último.
Lo que quiero decir de manera muy breve hasta aquí es que siempre, de una u otra forma, y a pesar de que hay quienes demuestran los errores y consecuencias de determinada manera de pensar, terminamos cediendo a la tentación de aplicar lo que imaginamos sobre cómo debe funcionar la sociedad frente a todo lo que nos aqueja, que debe hacerlo en base a reglamentos o mandatos coactivos, y presuponiendo, por si fuera poco, que la sociedad es moldeable de acuerdo al antojo del ingeniero social o del político de turno en el poder.
Los errores de los neoclásicos y socialistas no son distintos
Desde luego que hubieron críticos de los economistas clásicos. Fueron quienes más tarde, a partir de la Revolución Marginal de la segunda mitad del Siglo XIX y principios del Siglo XX, dieron nacimiento a la llamada Escuela Neoclásica.
Por un lado, William Stanley Jevons sintetizó sus contribuciones en su Theory of Political Economy de 1871, pero también publicó otros escritos como A General Mathematical Theory of Political Economy, y The State In Relation To Labour, donde, por un lado, empieza a introducir las matemáticas al análisis de fenómenos sociales, y por el otro defiende la intervención del Estado para mejorar mejorar la situación de la clase trabajadora.
De igual manera, León Walras fue quien al desarrollar la teoría del valor subjetivo, introdujo también, y por primera vez, la teoría del “equilibrio general”. Además, defendía la idea de que había que expropiar la tierra porque no podía ser de propiedad privada. En este sentido, Walras era un auténtico ingeniero social y un verdadero socialista.
Luego hablaremos de Carl Menger, el tercer protagonista de la Revolución Marginal.
El más fiel seguidor Jevons y Walras fue Alfred Marshall al escribir sus Principios de Economía de 1890, que da principio al apogeo de la economía neoclásica del Siglo XX y la idea de que “el Estado debe corregir los fallos del mercado”.
Este es el momento en que la Ciencia Económica empezó a implementar los métodos cuantitativos en sus estudios y análisis de manera decidida, y la vez que a desechar cualquier otro método científico distinto.
Ya en los tiempos modernos, durante el Siglo XX, quien más y mejor ha ilustrado esta aproximación científica cuantitativista de la economía fue Paul Samuelson, el primer Nobel de Economía en 1970.
Para Samuelson, leer a clásicos como Adam Smith y Jean-Baptiste Say era una pérdida de tiempo. Y por si fuera poco, en su Economics de 1989, co-escrito con William D. Nordhaus, dijo:
La economía soviética es una prueba de que, contrario a lo que muchos escépticos han creído anteriormente, una economía de comando socialista puede funcionar e incluso brillar.
Lo curioso es que Samuelson fue un duro crítico de Marx y Lenin, pero no por eso dejó de validar su trabajo ya desde su Foundations of Economic Analysis de 1946, porque aquel método de planificación o modelización extrema de la escuela neoclásica representaba uno de los caminos para conseguir el socialismo.
Entonces, si bien hubo innumerable cantidad de debates entre neoclásicos y comunistas, marxistas y demás vertientes socialistas, lo que tienen en común es que son de la misma especie antiliberal, fundamentalmente porque creen posible la creación de nuevos hombres y nuevas sociedades, porque creen posible la refundación de las naciones, y desde luego, por la serie de conceptos erróneos sobre lo que constituye la libertad desde el punto de vista liberal.
Afortunadamente en el Siglo XX también hubieron quienes apuntaron los errores de los socialistas y neoclásicos positivistas de manera acertada, como Ronald H. Coase, James M. Buchanan, Gordon Tullock, Mancur Olson y Elinor Ostrom.
Estos autores dijeron, básicamente, que quienes pretenden solucionar “los fallos del mercado” presuponen que quienes defienden el proceso de cooperación social del mercado lo consideran un proceso perfecto, y que quienes van a integrar los equipos de expertos que pretenden solucionar dichos fallos desde el Estado no son distintos de quienes integran el mercado y protagonizan dicho proceso de cooperación social.
Los aciertos de los clásicos que perduran hasta hoy
Pues para aclarar conceptos, como muy bien dijo alguien como Adam Smith en La Riqueza de las Naciones de 1776, la fuente de crecimiento y prosperidad de una nación tiene su origen en el interés que cada individuo tiene por mejorar su propia condición sirviendo primero a los demás, en un juego institucional de cooperación social espontánea llamada mercado o “mano invisible”. Es decir:
No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses.
Luego, también en la Revolución Marginal, Carl Menger, en sus Principios de Economía Política de 1871, definió la Teoría del Valor Subjetivo sin recurrir a métodos cuantitativos, a saber, que un bien puede generar valor con el simple hecho de transferir la propiedad a otra persona que, en su apreciación, le de una mayor utilidad.
Por ejemplo, a diferencia de lo que afirman los marxistas, la capacidad de los trabajadores para ganar un salario está determinada por el valor de su trabajo para otros, no por sus costos de subsistencia, y trabajan porque valoran la remuneración más que la inactividad.
Con el mismo espíritu, Ludwig von Mises afirmó en La Acción Humana de 1949:
La teoría económica no trata sobre cosas y objetos materiales; trata sobre los hombres, sus apreciaciones y, consecuentemente, sobre las acciones humanas que de aquéllas se deriven. Los bienes, mercancías, las riquezas y todas las demás nociones de la conducta, no son elementos de la naturaleza, sino elementos de la mente y de la conducta humana. Quien desee entrar en este segundo universo debe olvidarse del mundo exterior, centrando su atención en lo que significan las acciones que persiguen los hombres.
Y finalmente FA von Hayek, que termina de sintetizar todos los aciertos de los clásicos, pasando por Menger y Mises, incluidos los posteriores de la Escuela del Public Choice de Buchanan, Tullock, Coase, con conceptos muy sencillos pero poderosos al mismo tiempo.
Lo que hizo Hayek en esta materia fue explicar que el error de los socialistas y neoclásicos se concentra en aplicar a los fenómenos sociales un método científico ajeno propio de las ciencias naturales como la física y la química. Incluso recurrió a una sola palabra para referirse a semejante error: “cientismo”.
De manera más explícita, en su discurso de recepción del premio Nobel de Economía en 1974, Hayek afirmó:
En la opinión pública, la economía ha recibido la dignidad y el prestigio de las ciencias físicas… Esta incapacidad de los economistas para guiar la política económica con mayor fortuna se liga estrechamente a su inclinación a imitar en la mayor medida posible los procedimientos de las ciencias físicas que han alcanzado éxitos tan brillantes, un intento que en nuestro campo puede conducir directamente al fracaso.
Los peligros del positivismo de hoy en la región
Uno de los escenarios actuales donde mayor peligro para la libertad representa el positivismo ahora mismo, es en América Latina, y más aún en Chile.
Chile ha sido durante décadas probablemente el camino a seguir para el resto de la región, porque demostró que estaba derrotando la pobreza y alcanzando la prosperidad como no lo había hecho nunca ningún otro país del vecindario, de manera sostenida. Sin embargo, hoy mismo se encamina a un proceso que ha demostrado sobradamente que está destinado al fracaso.
Hoy Chile presupone que con una nueva Constitución, o un conjunto de nuevas reglas y normas, podrá garantizar la solución de todos sus problemas. Como decía más temprano, de una u otra manera, siempre terminamos cediendo a la tentación de aplicar nuestra idea de cómo debe funcionar la sociedad frente a todo lo que nos aqueja, de acuerdo a reglamentos o mandatos coactivos, como si fuéramos ingenieros sociales y supiéramos más que el común de los mortales.
Da la impresión de que en América Latina existe un gran consenso que no puede superar ya desde que Andrés Bello -venezolano y discípulo de Jeremy Bentham- trajo el positivismo desde Europa a América Latina en el Siglo XIX al ámbito del derecho, respecto de que una nueva Constitución, una nueva “ley de leyes”, “un nuevo contrato social”, nos va a solucionar la vida y todo los problemas que tenemos y vayamos a tener.
Perú, Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Bolivia son los países que atravesaron ese proceso de manera más reciente, y ciertamente no sólo que no han solucionado sus problemas, sino que han agravado sus antiguos problemas y creado otros nuevos. ¿Por qué Chile querría lo mismo?
Ya sabemos, entonces, por qué la nueva constitución en Chile está condenada al fracaso, y por qué no sólo destruye la democracia liberal, sino además el proceso de cooperación social, la libertad misma: porque no es posible moldear una sociedad al antojo de ningún político o mayoría política alguna.
El objetivo para un liberal, en todo caso, es primero entender que los cambios ideales que buscamos en nuestro entorno se dan en el marco de procesos espontáneos, evolutivos y en períodos muy dilatados de tiempo, cuya comprensión supera cualquier mente individual.
La idea del liberalismo no es aplicar su “modelo general” para la sociedad, sino una serie de principios mínimos de cooperación humana para que los individuos elaboren sus propios esquemas y modelos de vida sin imponérselos a nadie demás.
Porque, como decía Ronald Reagan:
Casi todas las Constituciones son documentos en los que el gobierno les dice a las personas cuáles son sus privilegios. Nuestra Constitución es el documento mediante el cual nosotros, el pueblo, le decimos al gobierno lo que puede hacer. Somos libres.
Pero también debemos, nosotros los liberales, entender que la gente no discute sobre estos asuntos abstractos y que no es que los liberales, economistas y jurisconsultos somos quienes sabemos más que el común de los mortales, sino que una de nuestras tareas es al menos advertir los peligros del positivismo para la libertad, que no existe libertad alguna a menos que el Estado y los asesores de los gobiernos sean limitados, de la mejor manera que creamos posible y deseable.