Luego de la iniciativa del gobierno de Biden y Harris en Estados Unidos, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el G7 para incrementar impuestos por todo Occidente, ahora llega el Fondo Monetario Internacional (FMI) a América Latina para instar a “los más ricos” a pagar más impuestos.
En una entrevista reciente con la revista Financial Times, Alejandro Werner, director del Departamento del Hemisferio Occidental y economista jefe de América Latina del FMI este año, ha planteado algunas ideas que bien podrían haber pasado desapercibidas si acaso este funcionario del Fondo no estuviera tan desvergonzadamente inclinado hacia la izquierda política de la región y a punto de jubilarse en sólo un par de meses, luego de haber ocupado el mismo cargo durante 8 años.
Por ejemplo, Werner ha afirmado que “el malestar social en América Latina destacó la necesidad de una distribución del ingreso mucho más equitativa. Necesita un sistema tributario mucho más progresivo donde los segmentos superiores de la población paguen mucho más, y un sistema económico en el que la competencia sea mucho más fuerte de lo que es hoy.”
Más allá de la absurda y contradictoria manera de hablar de una economía más competitiva mediante incremento de impuestos, lo que llama poderosamente la atención de la entrevista a Werner es su apreciación sobre la inestabilidad permanente por la que la región latinoamericana atraviesa al menos desde el último trimestre de 2019.
¿Acaso Werner y el FMI están tratando de justificar las protestas violentas en Ecuador, Chile, Perú y Colombia, para además buscar un incremento de impuestos en toda la región?
¿De dónde vienen el FMI y sus funcionarios?
No es sorpresa que se propongan medidas ideologizadas y sectaristas desde el FMI, primero porque Werner ya es libre de expresarse sin nada que perder, pues hace un par de meses anunció que se jubilará en agosto, y segundo, porque, en realidad, y por mucho que la izquierda siempre lo haya denostado acusándolo de ser un brazo del malvado “neoliberalismo” expoliador de la clase pobre y trabajadora, el FMI ha sido una institución profundamente anticapitalista desde su fundación.
El FMI fue diseñado en 1945 por dos funestos personajes de la época como Harry Dexter White, que fue un espía del gobierno soviético infiltrado en el gobierno estadounidense, y John Maynard Keynes, a su vez creador del sistema y modelo económico impuesto al pie de la letra no sólo en un país como Bolivia desde 2006, sino además en el resto del globo a partir de la crisis del covid-19 de la que se han aprovechado cuantos gobiernos de izquierda y derecha han podido para intervenir la economía de la manera en que solamente su imaginación les ha impedido.
¿Acaso el FMI pretende justificar el terrorismo urbano?
Para nadie es sorpresa que luego de las advertencias de las “brisas bolivarianas” que Nicolás Maduro, Diosdado Cabello o Rafael Correa advirtieron, y que, efectivamente, llegaron casi de manera inmediata por toda la región, el FMI afirme hoy, por medio de Werner, que “el entorno político es muy difícil para la implementación de reformas necesarias”, que “los países deberán ser muy cuidadosos al diseñarlas e involucrarse con la población en general para generar consenso”, porque, “de lo contrario, veremos una significativa inestabilidad que perjudicará el empleo, la recuperación y los indicadores sociales”.
Las revueltas callejeras empezaron en Ecuador con el gasolinazo impuesto por Lenin Moreno -y exigido por el FMI– en octubre de 2019. Moreno se vio forzado a anular el gasolinazo antes de que fuera derrocado, pero fue desde las protestas que empezó a armarse la candidatura izquierdista de Yaku Pérez, y desde donde se pretendió fortalecer también al candidato correísta Andrés Arauz.
Casi de manera simultánea, las protestas callejeras siguieron en Chile ante el incremento del pasaje de metro de Sebastián Piñera, pero que luego se convirtieron rápidamente en auténtico terrorismo urbano: inicialmente, 118 de las 136 estaciones del metro de Santiago fueron incendiadas, pero más tarde los manifestantes extendieron el terror al resto de la ciudad capital durante varias semanas hasta forzar al país a celebrar un plebiscito y finalmente tomar el camino de Venezuela, Ecuador o Bolivia con una Asamblea Constituyente (o Convención Constitucional) a iniciarse este próximo 4 de julio.
Igualmente, también Perú sufrió este tipo de protestas que parecen espontáneas inicialmente, pero que luego tienen una escalada en busca de derrocar gobiernos. En noviembre de 2020, miles de jóvenes tomaron las calles, para luego terminar presumiendo de haber “tumbado a dos presidentes” y favorecer la candidatura del comunista Pedro Castillo, que también toma el camino venezolano con una Asamblea Constituyente.
Sobre Perú y Castillo, Werner ha dicho que “los cambios que vemos en las decisiones políticas de la población reflejan que existe una demanda muy fuerte de una distribución de ingresos mucho mejor, y más allá de eso, un sistema económico y social mucho más justo”, pero sobre la fuga de capitales peruanos que temen ser expropiados por el marxismo-leninismo como en Venezuela con Chávez y Maduro, no ha dicho absolutamente nada.
En Bolivia, durante el mes de agosto de 2020 y en plena pandemia, grupos de civiles afines al Movimiento al Socialismo bloquearon las carreteras durante varios días –incluso con el uso de dinamita para generar varios derrumbes–, impidiendo el paso de al menos 7.000 camiones y el oxígeno para pacientes de covid-19 en los hospitales.
Desde luego, el objetivo era derrocar al gobierno de Jeanine Áñez, y aunque solamente lograron que renunciara a su candidatura, causaron el fallecimiento de al menos 40 personas.
En Colombia el presidente Iván Duque pretendió imponer una equivocada y reprochable reforma tributaria en abril de este año, que terminó favoreciendo a la izquierda de Gustavo Petro –que solamente necesitaba una oportunidad para que las brisas bolivarianas terminaran llegando a las calles colombianas–. Afortunadamente -al menos por ahora- el tiro salió por la culata y no lograron derrocar al gobierno.
Todo esto es algo que ya habíamos calificado como un típico “golpe posmoderno”, y que hemos explicado en detalle anteriormente: primero se implementan estrategias y tácticas atípicas, propias de las guerras asimétricas, que no recurren a la fuerza militar en una guerra convencional con enfrentamientos directos, sino a medios como el engaño permanente, la guerra de guerrillas, todo tipo de terrorismo posible, la resistencia, el terrorismo de Estado, y peor aún, involucra a la población civil. No por nada en estos movimientos están siempre involucrados Sendero Luminoso o las FARC.
Lo curioso de lo que afirman Werner y el FMI, es que, si bien las protestas de 2019 en Ecuador y Chile coincidieron con la rebelión pacífica y auténticamente espontánea de la ciudadanía a nivel nacional en Bolivia, ante el monumental fraude cometido por Evo Morales –y demostrado por la OEA, entre otros-, no son iguales y, por tanto, no cuentan. Probablemente porque sobre Arce Catacora piensan que “fue el ministro que condujo a la economía boliviana por un periodo de gran crecimiento, de gran fortaleza de las finanzas públicas, de gran creación, el arquitecto, artífice y creador de márgenes de reserva para esa economía que le facilitaron el convivir con períodos no tan buenos”.
Claramente, para Werner y el FMI el problema no está en el terrorismo urbano de las “brisas bolivarianas” del Grupo de Puebla y el Socialismo del Siglo XXI -que no sólo no condenan, sino que incluso parecen encontrarlas naturales y hasta comprensibles-.
Para ellos el problema de la inestabilidad en la región se encuentra en un simple error de diseño del tipo de políticas que exigen aplicar a cambio de su financiamiento y según convenga: incremento del gasto, de la deuda y devaluaciones, y ahora, claro, más impuestos; al más viejo y puro estilo keynesiano.
¿Qué opinará luego el FMI sobre Arce, su mejor alumno?
Bolivia fue uno de los pocos países no sólo en América Latina, sino en el mundo en aplicar un impuesto contra el patrimonio o la riqueza, llamado “Impuesto a las Grandes Fortunas (IGF)”.
Inicialmente el IGF tenía que ser un impuesto temporal, pero luego fue permanente y aplicado contra aproximadamente 150 personas que poseen un capital superior a los Bs. 30 millones, y no recaudó más de 34 millones de dólares en la mejor de las estimaciones.
Igualmente, es bien sabido que el IGF se trata de un impuesto que terminan pagando los más pobres de una u otra manera, pero que, por sobre todas las cosas, es un impuesto con fines enteramente políticos, en busca de, por ejemplo, identificar posibles enemigos electorales y, claro, sus posibles financiadores.
Lo interesante aquí es que -a diferencia de Colombia, por ejemplo- la población no salió a las calles en protestas masivas y violentas para tratar de derrocar al gobierno ni forzar una Asamblea Constituyente, y no porque el IGF haya sido diseñado a la perfección, sino porque, al menos por ahora, a la izquierda todavía le sirve Arce en el poder.
Si Arce llega a recurrir al FMI en busca de la liquidez de corto plazo por la que ya se encuentra improvisando, lo que pueda suceder después en las calles del país tendrá muy poco de espontáneo, pacífico y pasajero, y el Fondo habrá quedado nuevamente expuesto en su auténtica función.
Columna originalmente publicada en La Gaceta de la Iberosfera, el 23 de junio de 2021.