América Latina ha sido históricamente un terreno fértil para el surgimiento de movimientos populistas que han promovido un estilo de liderazgo caudillista, aunque carismático, y han cuestionado las élites políticas y económicas establecidas. En esta región, el populismo ha sido impulsado por diversas fuerzas políticas, desde la izquierda hasta la derecha, y ha sido caracterizado por un conjunto de rasgos que se han identificado en lo que se conoce más fácil y comúnmente con un decálogo.
El decálogo del populismo latinoamericano incluye la retórica anti-élite, la construcción de una imagen mesiánica del líder, el uso de símbolos y rituales para movilizar a la gente, el fomento de la polarización política, la promoción de políticas redistributivas, la tendencia a erosionar las instituciones democráticas, el uso de un discurso anti-imperialista, la promoción de un modelo de desarrollo económico basado en el estatismo y la intervención estatal en la economía, e incluso algo que no se quiere reconocer abiertamente, que es el uso de la violencia con fundamento político y la creación de grupos subversivos para llevar a cabo una guerra de baja intensidad para alcanzar sus objetivos, que es lo que nos ocupa en esta oportunidad.
En los últimos años se ha visto un resurgimiento de este tipo de movimientos políticos en América Latina, que se han preferido calificar de una manera políticamente correcta como populismo, cuando en realidad son típicamente socialistas porque no están caracterizados por tener determinada postura ideológico política, sino que siempre, tarde o temprano, terminan recurriendo a métodos violentos para alcanzar sus objetivos, pues, a diferencia del pasado, cuando se solía identificar al socialismo con la propiedad común de los medios de producción, hoy la acepción se ajusta más a la que ofrece Jesús Huerta de Soto, socialismo es todo sistema de agresión institucional contra el libre ejercicio de la función empresarial.
Con la llegada al poder de personajes como Nicolás Maduro en Venezuela o Andrés Manuel López Obrador en México, por ejemplo, se pretende lavar el rostro de movimientos que no mucho tiempo antes se habían llamado a sí mismos socialistas del siglo XXI, entre los que han destacado Hugo Chávez Frías, Lula Da Silva, Daniel Ortega, Dilma Rousseff, Néstor y Cristina Kirchner, Rafael Correa, José Mujica y Evo Morales, quienes no han dudado en recurrir inclusive al terrorismo de Estado en mayor o menor medida.
Estos funestos personajes han sido señalados y criticados por su tendencia a socavar la democracia y promover políticas económicas insostenibles, pero pocos han dejado de caer en el uso de eufemismos para evitar llamar las cosas por su nombre al momento de identificarlos; a estas alturas, el esfuerzo por utilizar la palabra populismo en vez de socialismo, ya deja de ser simplemente una casualidad o cuestión de simple semántica.
Pero el problema no sólo radica en que habría un acuerdo tácito entre medios de comunicación tradicionales, políticos, y también las redes sociales simplemente sustituyendo unas palabras por otras para lavar el rostro del socialismo respecto de las viejas prácticas a las que recurre para tomar el poder primero por vías democráticas y luego acumularlo destruyendo ya no solo la institucionalidad democrática liberal, sino también -y sobre todo- los derechos individuales de propiedad privada de la ciudadanía. Cuando el socialismo no logra alcanzar sus objetivos por medio de la persuasión o la lucha de ideas, por vías democráticas, lo hace de manera violenta. Nunca ha sido distinto.
Jordan Peterson, psicólogo clínico canadiense y profesor de psicología en la Universidad de Toronto, ofrece otro término, el posmodernismo. Se trata de “la nueva piel que habita hoy el viejo marxismo”. Peterson sostiene que el comunismo se popularizó en Occidente por medio de la transformación de los valores y creencias de nuestra sociedad a través de la idea de que el conocimiento y la verdad son simples construcciones sociales.
Cuando estuvo preso en 1927, Antonio Gramsci elaboró una teoría que dice que mientras exista una cultura burguesa no será posible construir una sociedad de clases, entonces es preciso destruir la cultura burguesa, y para eso es necesario asegurarse de que en el nuevo conflicto global o siguiente revolución los trabajadores estén preparados para cooperar a través de todas las fronteras nacionales hasta formar lo más parecido a una nueva clase trabajadora.
¿Cuál es el método de aplicación de esta teoría? La devaluación, la inflación de aquellos conceptos en los que la gente basa su pensamiento, es decir, añadiendo nuevos significados a esos conceptos.
Por ejemplo, esto es como añadir un litro de agua en un litro de leche; en apariencia se obtendrán dos litros de leche, pero el valor nutritivo por cada centilitro de leche se habrá diluido.
Esto mismo sucede con, por ejemplo, el concepto de justicia y las weasel words, las “palabras comadreja” a las que F.A. Hayek solía hacer alusión: si se introducen nuevos significados a dicha palabra, como en el caso de la “justicia social”, “justicia ambiental” o “justicia sexual”, el concepto de justicia se diluye hasta que nadie sabe muy bien qué es o qué significa exactamente la justicia.
En este sentido, una de las maneras de llevar a cabo un “golpe posmoderno” es primero mediante la implementación de estrategias y tácticas atípicas, propias de las guerras asimétricas, que no recurren a la fuerza militar en una guerra convencional con enfrentamientos directos, porque los recursos de uno y otro ejército en materia de fuerza, tecnología o influencia diplomática, pueden ser abismales.
Entre los medios a los que el bando más débil recurre de manera típica en una guerra asimétrica, están fundamentalmente el engaño permanente, la guerra de guerrillas, todo tipo de terrorismo posible, la resistencia, el terrorismo de Estado, y peor aún, involucra a la población civil.
Uno de los ejemplos más útiles para ilustrar lo que es una guerra asimétrica es la Guerra de Vietnam (1955-1975), donde una fuerza como la de EEUU fue derrotada. Otro más reciente, aunque con trascendencia internacional relativamente menor, es la Guerra de Afganistán, iniciada en 2001 y que persistió hasta hace muy poco tiempo atrás.
Esto es justamente lo que vienen haciendo Cuba, Venezuela y sus satélites aliados desde que el Socialismo del Siglo XXI cobró fuerza en toda América Latina.
Por ejemplo, en 2008, cuando Bolivia se encontraba en crisis ante la lucha por los recursos por la exportación de gas natural y la nueva Constitución, Hugo Chávez advirtió que si le ocurría algo a Bolivia -más bien al gobierno de Morales- “cambiarían las reglas del juego”, y comenzaría “una, dos o tres guerras de Vietnam en América Latina”.
De igual manera, a finales de 2019, en medio de la huelga general pacífica de 21 días que inició la ciudadanía a consecuencia del monumental fraude del Movimiento al Socialismo (MAS) –y tan sólo unos días antes de que Evo Morales renunciara al cargo y huyera a México–, Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia en ese entonces, afirmó al medio de comunicación ruso Sputnik: “Bolivia se va a convertir en un gran campo de batalla, un Vietnam moderno, porque aquí las organizaciones sociales han encontrado un horizonte para reafirmar su autonomía, soberanía, identidad”.
Unos días más tarde, cuando Morales ya había renunciado, distintos grupos ciudadanos fuertemente armados tanto en El Alto como en el Chapare, lanzaban amenazas contra la hoy ex presidenta de Bolivia, Jeanine Añez -quien se preparaba para asumir el máximo cargo del país por sucesión constitucional- al grito de “¡ahora sí, guerra civil!”.
De igual manera, en agosto de 2020, en plena pandemia del Covid-19, grupos de civiles afines al Movimiento al Socialismo (MAS) bloquearon las principales carreteras del país durante varios días incluso con el uso de dinamita para generar varios derrumbes, impidiendo el paso de al menos 7.000 camiones, y el oxígeno para pacientes de Covid-19 en los hospitales. Provocaron el fallecimiento de al menos 40 personas.
Esto es algo que se vio de manera simultánea en Chile a fines de 2019, cuando una protesta contra el incremento del pasaje de metro de 800 a 830 pesos chilenos, o el equivalente a 0,042 dólares de entonces, degeneró en saqueos masivos a comercios y el incendio de casi todas las flamantes estaciones de metro hasta forzar un plebiscito y finalmente una Asamblea Constituyente. Si no lo lograban, el objetivo era derrocar a Sebastián Piñera.
Y ni qué decir de Estados Unidos en 2020, cuando los movimientos de Antifa y Black Lives Matter, utilizando el caso de George Floyd como pretexto, iniciaron el saqueo de comercios, incendios e incluso ataques armados en al menos 50 ciudades del país de manera simultánea durante varias semanas. No era extraño que en dichos movimientos -sobre todo en lugares como California y la Florida- se vieran banderas venezolanas o banderas mapuches del sur chileno agitando las protestas que al menos inicialmente tenían que ser pacíficas.
Por eso no es una simple casualidad que luego de la reunión del Grupo de Puebla en 2019, y ante la caída de Morales en Bolivia, Nicolás Maduro bautizó las protestas en la región como “la brisa bolivariana”.
Pues ahora mismo, esto es algo que se estuvo viviendo a inicios de mayo de 2023 en Ecuador con una nueva intentona de derrocamiento contra Guillermo Lasso, quien ha decidido clausurar la Asamblea Nacional recurriendo a la Constitución que Rafael Correa había dejado para su país, a cambio de renunciar (recurso coloquialmente conocido como “muerte cruzada”) aunque, eso sí, para evitar que sea censurado por denuncias de peculado. Una serie de protestas callejeras en distintas ciudades, que se han ido haciendo cada vez más violentas. Se han visto saqueos de comercios, incendios incluso de estaciones policiales, etc. con una escalada de conflictos con pocos precedentes.
En la misma línea de Gramsci, Ernesto Laclau fue uno de los varios intelectuales de extrema izquierda que han apadrinado ideológicamente al socialismo latinoamericano radical de los últimos 20 o 30 años. En Hegemonía y Estrategia Socialista: Hacia una Política Democrática Radical (1985), coescrito con Chantal Mouffe, y en La Razón Populista (2005), parte de la idea de que es imposible conseguir acuerdos racionales en una democracia liberal, y que, por tanto, la única manera que el socialismo tiene para alcanzar sus objetivos es por medio del sometimiento del adversario. Esto no se traduce en otra cosa más que en la radicalización de la democracia.
Otro de los episodios más recientes y fáciles de señalar que ilustran este hecho, es lo que ha sucedido en Colombia bajo el nuevo régimen de izquierda extrema de Gustavo Petro, el ex guerrillero del M-19.
Ya cuando las probabilidades de una victoria de Petro permitían asegurar que sería presidente, las acciones de Ecopetrol se desplomaron. Una vez que asumió el poder las cosas no fueron distintas. Lo advertido sobre las consecuencias que traerían las reformas de Petro se venían confirmando a pocos meses de haber asumido el poder, a medida que iban publicando los datos sobre el estado de la macroeconomía colombiana, sobre cómo cae el peso colombiano, cómo se dispara el dólar, cómo se arrastra la inflación, se acumula el déficit, se incrementa la deuda, etc. Pero también fueron cayendo constantemente la cotización de los bonos soberanos y los Credit Default Swaps (seguros contra el riesgo de impago) a cinco años se fueron disparando.
Sucede que, antes de cumplir un año de mandato, en mayo de 2023, Petro ya había comenzado a tener que encarar crisis de gabinete, porque eran cada vez más los ministros que se oponían a sus alocadas reformas, sobre todo las relativas al sector minero energético, al sistema de pensiones (sobre el que acaba de reconocer que haber errores de cálculo en campaña), al sistema sanitario. Incluso destituyó a José Antonio Ocampo, quien fue su ministro estrella en Hacienda, quien le ofrecía mucha credibilidad sobre todo ante organismos internacionales, y a quien muy probablemente le debe una buena cantidad de votos para conseguir el poder.
Pues, en su desesperación, unos pocos días más tarde de la renovación del gabinete, el primer día de mayo, Gustavo Petro amenazó a Colombia en un discurso desde el balcón de la Casa de Nariño: “El intento de coartar las reformas pueden llevar a una revolución. Lo que se necesita, de cualquier manera, es que el pueblo esté movilizado”.
En la región se han visto grupos subversivos que buscan derrocar gobiernos democráticos claramente a través de guerras de baja intensidad, demasiadas veces. Estos grupos han adoptado tácticas como la guerrilla urbana, el saqueo, el secuestro, el terrorismo y la propaganda para lograr sus objetivos. Aunque también, son considerablemente más comunes para ideologías de izquierda que buscan la implementación de políticas redistributivas, típicamente estatistas, y de creación de privilegios de unos grupos sociales sobre otros.
Habrá que insistir machaconamente. Esto no ha sucedido solamente en Colombia y de manera reciente. También se han visto grupos subversivos en Bolivia, durante el segundo gobierno de Sánchez de Lozada; en Argentina, durante el gobierno de Mauricio Macri; en Chile, durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera; en Ecuador, tanto durante el gobierno de Lenín Moreno como el de Guillermo Lasso, y nuevamente en Colombia con el gobierno de Iván Duque. Así como los políticos recurren a subterfugios, neologismos o “palabras comadreja” para embaucar a los incautos con sus narrativas, los grupos subversivos y terroristas urbanos se disfrazan de legítimas protestas ciudadanas para derrocar gobiernos.
No importa si estos gobiernos cometieron el grave y reprochable error de no recortar el gasto público estructural para devolver atribuciones y competencias sobre la economía por parte del Estado al pueblo en cuanto asumieran el mandato, optaran por el gradualismo por no contar con mayoría en el Legislativo, y se decantaran por, justamente, respetar la institucionalidad democrática. El derrocamiento violento y armado, o las amenazas de hacerlo, jamás pueden estar justificadas. Sin embargo, hay quienes, sin desparpajo alguno, no solo como Gustavo Petro, sino como Diosdado Cabello, reconocen ser quienes instigan a la violencia.
Volviendo a octubre 2019, Cabello avisó desde Venezuela que las convulsiones que se veían en la región se trataban de “una brisa bolivariana” que venía “desde un poquito más arriba de Río Grande hasta la Patagonia, del pueblo que se levanta y que le dicen al imperialismo, al neoliberalismo y el capitalismo, que son libres, soberanos e independientes”, y “que rueguen que esas brisas no se conviertan en huracanes bolivarianos”.
Pues esto no es otra cosa más que incrementar la conflictividad social, produciendo y generando demandas sociales que choquen con el sistema establecido, y que ya no se limitan a la única lucha social que Karl Marx identificaba, que es la lucha de clases, sino en cuántas otras más fuera posible, donde, además, los sujetos políticos son múltiples y ya no únicamente el proletariado, tantos fuera posible mientras permitieran diferenciar emocional, y no racionalmente, entre “los buenos” y “los malos”.
No está de más decirlo. Es de suma importancia destacar que la promoción de la violencia política y la creación de grupos subversivos no son prácticas legítimas ni éticas para la consecución de objetivos políticos. Deben ser reconocidos, señalados, aborrecidos y debidamente denunciados. Estas acciones representan una amenaza para la estabilidad democrática y las libertades de la ciudadanía, y deben ser condenadas y perseguidas por los gobiernos y la sociedad en su conjunto.
Afortunadamente, quien ahora en Bolivia y desde ella está poniendo el cascabel al gato en este sentido, es Hugo Marcelo Balderrama, con la publicación de Bolivia, mi patria secuestrada, este magnífico nuevo libro, que, habiendo sido tan bien logrado, esperemos, por la satisfacción que genera su lectura, será parte de muchos otros más por el bien del respeto por los derechos individuales de propiedad privada en todas las patrias; por la libertad. Enhorabuena, mi buen amigo y colega.