Bolivia puede y debe dolarizar así

La dolarización de Bolivia no es una fantasía tecnocrática ni una entelequia académica reservada para debates entre economistas. Es, más bien, la consecuencia lógica y moral de una economía que, a pesar de los delirios intervencionistas del poder político, ya se encuentra de facto dolarizada. El país no tiene una moneda nacional genuina, no en términos económicos, jurídicos ni morales. Lo que tiene es un artefacto estatal —el boliviano— sostenido artificialmente mediante un rígido control de cambios y de depósitos, una estructura financiera capturada, y una represión financiera cada vez más insostenible. En otras palabras, el boliviano es un zombi monetario: camina porque lo llevan, pero está muerto.

La dolarización no requiere ni permiso del FMI, ni la bendición del Banco Central, ni una guerra civil. Requiere voluntad política, claridad conceptual, y respeto al derecho de propiedad. Bolivia no tiene curso forzoso del boliviano, ya es una economía bimonetaria. Cualquier ciudadano puede legalmente celebrar contratos en dólares, y el dólar ya circula masivamente tanto en el comercio, como en el ahorro informal, las remesas y el intercambio de bienes fronterizos. El primer paso hacia una dolarización auténtica, por tanto, no es crear nada nuevo, sino reconocer lo que ya existe.

Un próximo gobierno verdaderamente reformista puede, mediante un simple decreto supremo —no una reforma constitucional ni una ley de 300 artículos—, reconocer oficialmente al dólar como moneda oficial de curso legal. No es necesario prohibir el boliviano ni retirarlo de circulación por la fuerza: basta con que el Estado acepte dólares para pagar impuestos, suscriba contratos en dólares, y garantice su uso en el comercio y las finanzas públicas sin traba alguna. La economía se terminará de dolarizar sola, porque el incentivo y la confianza estarán del lado de la moneda dura, no del papel pintado.

Más aún: este gobierno puede y debe reconocer no solo al dólar, sino a cualquier activo que las partes contratantes consideren conveniente para intercambiar bienes, servicios y celebrar cualquier compromiso. Que si quieren usar euros, francos suizos, Bitcoin, Ether, stablecoins, chocolates, maíz, pantuflas o piedras preciosas, que lo hagan. Esa es la esencia del respeto al derecho de propiedad en el ámbito monetario y comercial, y a la libertad contractual. La intervención monetaria es una forma sofisticada de expropiación.

Ahora bien, dolarizar no significa importar la misma enfermedad de la que queremos curarnos, pero con otro nombre. Para que la dolarización sea creíble, irreversible y funcional, es imprescindible prohibir cualquier intervención del gobierno en la determinación de tasas de interés, ya sean crediticias, de referencia o interbancarias. Y esto debe hacerse bajo pena de sanción penal. Porque si el mercado de crédito sigue siendo manipulado, entonces el nuevo sistema será solo un remedo del anterior, disfrazado de modernidad.

En este nuevo marco, la banca comercial deberá convertir todos sus balances contables al tipo de cambio que determine el mercado —no el Estado—, en un plazo no mayor a 60 días (o uno solo si quiere). Cada banco, en coordinación transparente con sus clientes y accionistas, podrá estimar un tipo de cambio de conversión razonable, usando el valor promedio de mercado durante un periodo determinado, sin imposiciones ni centralismo. No se necesita de una ley orgánica del sistema financiero ni de un reglamento de mil páginas: solo voluntad para romper con el modelo que empobrece y castiga el ahorro.

¿Y qué hay del circulante en bolivianos? ¿Dónde están esos dólares con los que se lo reemplazaría? Aquí viene una de las verdades más incómodas para la tecnocracia estatista y la legión de teóricos tanto keynesianos como monetaristas: no se necesita un solo dólar del Banco Central ni una línea de crédito del FMI para dolarizar. El propio público boliviano, que ya no confía en su moneda, tiene ahorrados —en bolsillos, colchones, cajas de seguridad y cuentas en el exterior— alrededor de $10.000 millones. Esto es más del doble de los aproximadamente $4.800 millones que se necesitarían para sustituir todo el efectivo en circulación (estimado en Bs. 72.000 millones a un tipo de cambio de Bs. 15 por dólar). La gente ya tiene los dólares. Solo espera una señal de confianza para volver a depositarlos en los bancos.

Y aquí viene lo crucial para garantizar esa confianza: una vez eliminada la base monetaria nacional, desaparece también la necesidad del encaje legal. Los depósitos ya no tendrán que ser enviados al Banco Central como garantía de un dinero sin respaldo. Esto significa que los bancos volverán a ser custodios del ahorro, no agentes fiscales del gobierno. El Banco Central, liberado de la tentación de imprimir papel para financiar el gasto público, podrá cerrarse con dignidad… o convertirse en un museo del fracaso monetario.

La dolarización no es una solución mágica ni inmediata, pero sí es un paso esencial hacia la recuperación de la soberanía individual, del ahorro, y de la confianza en la economía. No se trata de adoptar una bandera extranjera, sino de enterrar un modelo que ha condenado al país al estancamiento, a la informalidad y al saqueo disfrazado de política monetaria. Dolarizar es reconocer que la gente sabe mejor que el Estado cómo proteger su patrimonio.

Y lo más importante: es el acto más subversivo de libertad económica que Bolivia puede darse a sí misma.

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