Con la subida de tasas de la Fed y la repatriación de capitales en EE.UU. por la reforma fiscal, y un incremento simultaneo de los riesgos por los desequilibrios económicos locales constantes, podría haber un sudden stop en el flujo de dólares de los últimos 10 años de los estímulos desde la Reserva Federal (y el resto de principales bancos centrales) hacia el país vía cotización de materias primas. La fiesta del carry trade está llegando a su fin, y no se le está prestando la debida atención.
En solamente una semana y un poco más, los capitales a fondos de renta fija pasan de entradas de $30.000 millones a fugas de $38.000 millones. Para las economías emergentes esto significa que, si se estuvo tomando deuda de manera excesiva en dólares para financiar gasto excesivo de largo plazo en moneda local, se desencadenará una típica crisis financiera, incluso si se tiene niveles de endeudamiento respecto del PIB relativamente bajos, porque lo que realmente cuenta son los flujos y la sostenibilidad.
En su caso, Bolivia está cada vez menos preparada para el desafío, muestra un cuadro verdaderamente preocupante. Se acumula un déficit fiscal por quinto año consecutivo, subiendo por encima del 8%; el déficit en cuenta corriente está descontrolado en casi $1.000 millones, niveles de los últimos 18 años; las reservas internacionales llegaron a caer por debajo del nivel óptimo cercano de los $10 mil millones; y se importa agresivamente.
Desde luego, esto no solo significa mayor dificultad para Bolivia para poder seguir financiando el modelo del gasto a manos llenas con más deuda pública externa, como se programó en el PGE 2018, sino entrar en una típica crisis financiera y finalmente precipitar la economía real en recesión.
Entre la deuda pública interna (TGN $4.321 millones y otras entidades $4.789 millones) y la externa ($8.906 millones), que juntas han crecido un 65% solamente en los últimos 5 años, supera la escandalosa cifra de los $18.000 millones, el 46% del PIB, pero si las recientes declaraciones del Embajador de China son ciertas sobre el hecho de que la deuda de Bolivia con aquel país no es de algo más de $600 millones, sino de $7.000 millones [addendum: Alejandro Zegada de El País, de Tarija, lo anticipó ya en diciembre, y no serían $7.000 millones, sino $7.500 millones], entonces la deuda pública total de Bolivia será superior al 64% del PIB hasta fines de 2018.
Al mismo tiempo, respecto del sector financiero, al menos desde su reforma en 2012, Bolivia ha estado cometiendo exactamente el mismo error de mantener tasas de interés demasiado bajas durante demasiado tiempo. Se ha estado mostrando el crédito artificialmente barato para, por ejemplo, la vivienda social, como un beneficio para 55 mil familias hasta el momento, y como una evidencia irrefutable del progreso del país, pero que en realidad está induciendo al sector privado, y fundamentalmente al ahorrador más conservador, a tomar riesgos superiores a los que de otra manera estimaría que realmente puede asumir.
Es decir, el crédito aún crece a paso de parada, pero no es acompañado por el ritmo de crecimiento del país para honrarlo; hay un incremento de la mora, un incremento de los costos y una caída de las ventas de manera simultánea. Así, encontrar las causas de la desaceleración no en la falta de demanda agregada, sino en el exceso de oferta, fundamentalmente monetaria y crediticia, son mucho más claras.
Ahora bien, ¿por qué todo es más riesgoso de lo que parece? Sin hablar siquiera del acelerado deterioro de la credibilidad institucional del país, los ingresos por hidrocarburos no volverán nunca más, así como los ingresos de las empresas estatales tampoco llegarán, y una vez que se agote la fuente de endeudamiento público para cerrar la brecha entre la caída de ingresos y el incremento del gasto, caeremos nuevamente en el eterno error de devaluar la moneda local, que terminará de aniquilar la capacidad productiva que le queda al país.
Artículo publicado por el CATO Institute.