Nadie supuso que las políticas de monetización de deuda de la Reserva Federal para rescatar a la banca estadounidense podrían durar una década sin mayores sobresaltos. Por lo general, los períodos recurrentes de auge y recesión duran entre cinco y siete años, y por si acaso la historia se repite, la experiencia de toda economía que imprime moneda para cubrir déficits desbocados dice que terminan invariablemente en auténticos desastres hiperinflacionarios como el de Bolivia en 1956, o entre 1983 y 1985; no fuimos pocos los que nos lanzamos a decir que el hecho de que EE.UU. estuviera ampliando la base monetaria en casi cuatro veces en un período menor a cinco años, provocaría hiperinflación.
Pues no fue así, porque, por un lado, y entre otros aspectos, la monetización de deuda no fue convencional como la boliviana, donde se imprimió billetes que terminaron en las estufas de la gente, sino que se crearon simples apuntes contables en forma depósitos, en favor de los bancos que registraban activos tóxicos en su balance; y por otro lado, el efecto inflacionario no se quedó en la economía estadounidense, sino que fue a filtrarse hacia el resto de la economía global, provocando inflación en los commodities que países como Bolivia típicamente exportan. Entonces, el correlato terminó siendo que, a mayores precios, mayores ingresos; a mayores ingresos, mayor gasto; a mayor gasto, mayores atribuciones y competencias de los gobiernos sobre la economía; y a mayor gasto e intervención de los gobiernos en la economía, menor libertad económica.
Sin embargo, esta letanía del dinero fácil para el gasto a manos llenas no puede durar para siempre. A pesar de que no son pocos quienes todavía aseguran que la economía de Bolivia puede crecer indefinidamente mientras los commodities coticen al alza, no hay economía que se sostenga sin un ahorro previo disponible correctamente capitalizado por el mercado y sus propios mecanismos hacia la inversión; si hay dinero que no proviene necesariamente del ahorro, la asignación vertical y arbitraria de estos recursos por parte del Estado termina destruyendo tanto la economía real como el sistema financiero, incluso si se siguen registrando ingresos, en este caso, de la monetización de deuda más grande y acelerada que se haya visto nunca, por parte de la Reserva Federal.
Pues, así como Venezuela, que ha conseguido quebrar PDVSA, la otrora petrolera más eficiente de la OPEP y encargada de las mayores reservas de petróleo en el mundo en medio de la mayor cotización de toda la era petrolera, es la mayor ilustración posible del fracaso de la economía intervenida, Bolivia es también su perfecto análogo en los desastres de toda política de dinero fácil: el precio del barril de petróleo WTI, luego de su caída hasta los $30 en 2014, hoy se encuentra al alza por encima de los $70, pero Bolivia no tiene gas qué exportar. A lo mucho puede aventurarse a apostar que el último barril de petróleo costará millones y no cero, para atraer la inversión privada, pero, ¿por qué lo conseguiría ahora si no lo hizo cuando el barril de petróleo alcanzó los $140?
Y lamentablemente eso no es todo. Durante el experimento monetario de la Fed, el dólar se depreció y los inversores se refugiaron en las monedas locales emergentes, provocando su apreciación. Hoy EE.UU. crece, el dólar vuelve a apreciarse y los gobiernos de los emergentes pretenden evitar el fin de la fiesta del dinero extraordinariamente barato y la consecuente depreciación de sus monedas, primero con endeudamiento al límite, y luego, cuando el mercado de capitales se acabe para ellos, mediante nada menos que su devaluación, provocando una huida todavía más acelerada hacia el dólar. En consecuencia, por los riesgos que el sobreendeudamiento en dólares implica, como se vio con Argentina, esperemos que el proyecto de emisión de bonos soberanos por otros $1.000 millones programados para el primer trimestre sea abandonado.
Sin embargo, al menos en Bolivia aún hay tiempo de replicar uno de los aspectos más atractivos de toda la Gran Recesión, que ha obligado a los gobiernos a recortar el gasto y terminar con su demagogia: el rol tanto del euro como del Banco Central Europeo, al haber terminado por fin con el nacionalismo monetario europeo. Por un lado, a diferencia de la Reserva Federal, que tiene el mandato de controlar la inflación y encargarse de crear empleo, el BCE tiene el mandato exclusivo de contener la inflación, es decir, que tiene impedido solventar el gasto a mansalva de los distintos gobiernos europeos; y por el otro lado, que los gobiernos con mayor voracidad fiscal tienen impedido recurrir a sus antiguos bancos centrales para crear su antiguo dinero nacional de la nada (llámese dracma, lira, peseta); y, por si fuera poco, mantener una moneda única entre países implica establecer un símil de tipo de cambio fijo, aquel al que todo estimulador de la demanda agregada le teme tanto. Si esto triunfa aunque sea parcialmente en Bolivia, no lo sería todo, pero sería bastante.