La actual economía de Nicolás Maduro en Venezuela es una historia típica sobre cómo termina todo experimento socialista al estilo del “¡exprópiese!”, y sobre todo cuando se pretende recurrir a la prerrogativa de los gobiernos para que sus bancos centrales impriman dinero de la nada para financiar el desbocado déficit público que ocasionan con sus niveles de gasto a mansalva.
Bien le vendría a Nicolás Maduro, al ver que a tan solo unos días del lanzamiento de una nueva batería de medidas lo único que ha conseguido es que los venezolanos emigren de su desastre con mayor rapidez, aprender de aquel país donde sus homólogos ideológicos todavía gobiernan, donde la experiencia extraordinariamente exitosa que tuvo contra la hiperinflación debe ser celebrada cada 29 de agosto: la promulgación del Decreto Supremo N° 21060.
Lo que hoy vive Venezuela con su economía fue lo que sucedió en Bolivia entre 1952 y 1956, cuando primero se expropió una extensión incalculable de tierras y minas, bajo el lema de “la tierra es de quien la trabaja,” y el incremento de los salarios del régimen burocrático, hasta que terminó en la primera experiencia nacional con una hiperinflación del 500% anual; y nuevamente entre 1983 y 1985, cuando luego de haber experimentado el mayor crecimiento económico artificial posible durante los años 70, impulsado por el sobreendeudamiento público externo, el gasto público y la creación de una innumerable cantidad de empresas públicas deficitarias y de elefantes blancos, se intentó detener la hiperinflación en seis oportunidades, agravando la situación en cada oportunidad, hasta alcanzar la mentada sexta hiperinflación del 25.000% anual, la más elevada que el mundo había conocido nunca hasta ese momento.
Bolivia detuvo la hiperinflación en un mes con terapia de shock, es decir, sin prolongar la agonía. Implementó un muy importante ajuste interno y reformas estructurales, que, entre otros aspectos, se tradujo en eliminar los controles de precios; recortar el gasto y reducir significativamente el tamaño del aparato público, despidiendo trabajadores supernumerarios, cerrando empresas públicas sin razón de existir y privatizando las económicamente necesarias; eliminar y haber reducido agresivamente muchos otros impuestos; eliminar cuotas y abrir las fronteras al comercio con el mundo; implementar la libre contratación; e independizar el Banco Central de Bolivia, impidiéndole primero que fijara las tasas de interés y que otorgara crédito público, e institucionalizándolo a imagen y semejanza del Bundesbank alemán.
Y no sólo eso. A diferencia de, por ejemplo, Chile en los 70 y 80, Bolivia implementó los ajustes y reformas estructurales de 1985 con legitimidad política, en democracia, sin derramamiento de sangre y, además, mucho antes del Consenso de Washington y de que el liberalismo económico entrara de moda política con la caída del Muro de Berlín, impulsada por Juan Pablo II, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, con el asesoramiento de Friedrich A. von Hayek y Milton Friedman.
Aunque como dirían los colegas españoles, “a toro pasado todos somos listos,” fueron dos errores graves que el 21060 cometió para que la economía no creciera más rápidamente: no terminar de liquidar aquellas empresas públicas sin razón de existencia, denominadas como estratégicas, y haberlas dejado en estado “zombie”, porque aquello implicaría una sanción política demasiado grande; y que, en vez de terminar de dolarizar la economía, dejaron la oportunidad abierta a los gobiernos posteriores fiscalmente voraces como el actual de Morales, de recurrir, justamente como en el pasado, a la prerrogativa de su Banco Central a devaluar su moneda imprimiendo más de ella para saldar el déficit público y provocar nuevos capítulos similares de inflación incontenible.
La experiencia de Bolivia con sus dos hiperinflaciones no va a dejar de ser caso de estudio para los libros de texto mientras capítulos como los de Nicolás Maduro en Venezuela, 33 años más tarde, se sigan repitiendo, porque, entre otros temas, nadie se sacó el DS 21060 de la chistera tecnocrática, sino que estuvo inspirado en el trabajo que George Jackson Eder hizo como enviado especial de la Casa Blanca para solucionar la hiperinflación del 1956, causada justamente por el mismo Paz Estenssoro con su Revolución de 1952; el decreto estuvo inspirado, a su vez, por el milagro económico alemán de la Posguerra, incitado por Adenauer, Erhard y Röpke, y por el Plan Rueff en Francia en 1958, y así incluso en Ludwig von Mises y Hayek, es decir, que responde a una muy larga y profunda tradición de ideas del pensamiento económico liberal que han mostrado sobradamente que, aunque inicialmente no gusten, sí que funcionan.