El objetivo de las principales autoridades monetarias a nivel global para girar hacia la digitalización absoluta de la moneda “fiat”, o de expandir cuanto sea posible la regulación monetaria, no es novedad alguna. A eso responde el reporte publicado hace unos días por el Bank for International Settlements sobre la introducción de las Central Banks Digital Currencies (CBDC), por parte de siete bancos centrales (Fed, BoC, BoE, BoJ, ECB, SNB, SWE). ¿Hacia dónde vamos?
Con el pasar de los años desde la creación de la Reserva Federal en 1913, pasando por el establecimiento del patrón cambio oro ante la Primera Guerra Mundial, las reformas de Bretton Woods y la transformación del dólar en moneda internacional de reserva en 1944, y el abandono del último vínculo que el dólar tenía con el patrón oro en 1971, la economía global ha entrado en una espiral del incremento de la deuda pública hasta el 322% del PIB, y déficits fiscales e inflación insostenibles que la acompañan, pero más aún desde la caída de Lehman en 2008.
Desde luego, lo que esto ha ido provocando es que la política monetaria de los principales bancos centrales alrededor del globo sea cada vez más estéril y sólo logra la pérdida de valor de la moneda. Así lo ilustra también el incremento sistemático de la cotización del oro.
El objetivo es que parte de esa acumulación inédita de deuda vaya diluyéndose mediante inflación convencional (la del CPI o la de la “core inflation”) y que, además, un incremento de precios relativamente controlable impulse el crecimiento. De acuerdo con la teoría keynesiana “un poco de inflación está bien”.
Sin embargo, el crecimiento promedio del PIB de EEUU desde 2008 ha sido cuanto menos pobre, sobre todo en comparación a la expansión del crédito y la base monetaria de la Fed, y ni qué decir del incremento desde marzo de 2020 frente a los confinamientos masivos y forzosos antes la pandemia del Covid-19.
De hecho, recientemente la Reserva Federal cambió algunos de sus objetivos de política monetaria para concentrarse más en su capacidad de generar inflación, cambió su meta de inflación del 2% por una inflación promedio del 2%, porque la que todavía no ha encontrado desde 2008 con toda la serie de “quantitative easings” se debe básicamente a que la velocidad del dinero se mantiene en los bancos comerciales, y para eludir ese problema y alcanzar una inflación promedio del 4%, una de las medidas es avanzar hacia la digitalización absoluta del dinero en efectivo.
Por un lado, es cierto que en las principales ciudades de China es muy difícil -si no imposible- comprar un helado o tomar un taxi pagando en efectivo. La digitalización de los medios de pago ha avanzado a pasos agigantados. Todo el mundo utiliza su teléfono y aplicaciones como el WeChat (la versión china de WhatsApp), o Alipay (la versión china de PayPal). Por eso quien mas apresurado parece estar es el PBoC, que busca por cuenta propia la digitalización de un trillón de yuanes (12% del total) en circulación para 2022.
No obstante, también significa que los gobiernos y sus bancos centrales buscan no sólo no quedarse atrás frente a la ola de nuevas criptodivisas como Bitcoin o Ethereum, o incluso Libra de Facebook, que les restan un margen de maniobra cada vez mayor, sino además acceder a nuevos y más eficientes mecanismos de recaudación.
Estas ideas de ir limitando cada vez más el uso del dinero en efectivo ya se han visto también en la Eurozona en 2019, mucho antes de la crisis de la pandemia, y parte del pretexto era el combate al lavado de dinero o el fraude fiscal, siguiendo el camino que ya se había tomado con, por ejemplo, el Common Reporting Standard hace unos 4 o 5 años atrás. Ahora mismo, por ejemplo, el gobierno de España quiere información de los contribuyentes sobre las criptomonedas que poseen. Algunas intenciones pueden terminar siendo buenas, pero sí que hay -como siempre- segundas intenciones.
La digitalización de la moneda al estilo chino que Occidente se empeña en copiar, y las que las cuarentenas frente al Covid-19 han servido como un mecanismo ideal para avanzar en ello, buscan el control gubernamental absoluto de la actividad de la ciudadanía. Si los gobiernos tienen el control de las monedas fiduciarias que emiten y que la ciudadanía utiliza de manera cotidiana, sabrá cuántas veces al día toma café cada quién, y eventualmente podrá proteger a los ciudadanos de ellos mismos previniéndolos de tomar demasiado café; “es por tu bien”.
Claro que puede pasar, y va a pasar. Como ya sabemos, la idea es ir desplumando poco a poco a la gallina sin que se queje demasiado, pero este mecanismo de transferencia de riqueza de la ciudadanía hacia los gobiernos, este impuesto sin legislación, se intensificará de manera considerable en los próximos años.
Ahora bien, ¿qué se puede hacer? ¿Todas las respuestas rodean la idea de tener siempre algo de oro físico y metales preciosos en general? Sí, pero ya ni siquiera como comprar un seguro para el portafolio de inversión ante un desplome bursátil que le siga a los máximos actuales de la bolsa americana, sino como inversión de más largo plazo frente a la caída del dólar como moneda internacional de reserva.
¿Esto sucederá pronto? Nadie lo sabe, esa es la gran pregunta del millón, pero la cantidad de analistas con “skin in the game” que consideran que es simplemente inevitable es también cada vez mayor. Por ahora el dólar se fortalece en el corto plazo, pero su estatus de moneda internacional de reserva es cada vez más débil con el pasar del tiempo.
Pero más aún, habiendo sido un escéptico optimista -si vale el término- sobre el futuro de Bitcoin durante años (por mis dudas sobre su capacidad de que el hombre sea capaz de crear o modificar instituciones de origen espontaneo y evolutivo como la moneda), tal vez sea el momento de mirarlo con otros ojos frente a las consecuencias de los confinamientos y el escandaloso avance de Estado sobre la vida cotidiana de las personas, y el agravamiento de los problemas del sistema monetario internacional, no porque sea preste muchas o pocas ventajas, sino porque simplemente podría no haber alternativa como el último refugio del ciudadano.
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