Resulta cuanto menos curioso el hecho de que Arce Catacora haya afirmado en sus primeros días como Presidente que su gobierno será “sumamente austero”, pues ya en diciembre de 2014 o julio de 2016, cuando tenía Hacienda a su cargo y ante la caída de los precios de commodities, ya había advertido que Bolivia no sólo debía ajustarse los cinturones, sino que además se encontraba en la búsqueda de asesores internacionales que le recomendaran qué hacer al respecto.
Parecía que se trataba de un arranque de sensatez y la elaboración de un plan B, pero con el pasar del tiempo caímos todos en cuenta de que solamente se terminó reforzando el plan A: Arce siguió incrementado el presupuesto cada año de manera sistemática, disponiendo de las reservas internacionales del BCB, forzando la bolivianización de la economía y el sistema bancario y financiero con crédito artificialmente barato, incrementando la deuda pública externa y el déficit público a ritmos récord hasta que dejó el cargo en noviembre de 2019.
Aunque implementar un programa de austeridad ambicioso sería definitivamente lo más sano para cualquier economía en cualquier momento, con todo el esfuerzo que implique, y sobre todo como alternativa a una devaluación, podría ya no quedar margen para realizar ajustes de manera gradual dadas las circunstancias, sino que habría que hacerlo con estrategia de shock, lo cual podría causar sobresaltos todavía mayores a los vividos en el último año en el país.
Entonces, Arce se encuentra en una encrucijada muy difícil de resolver: recortar el gasto estructural o incurrir en la devaluación cambiaria. En ambos casos existe un costo político muy grande, pero sólo uno de ellos soluciona el problema de raíz, otro sólo lo agrava.
Unos dicen que el tipo de cambio fijo en Bolivia ha sido la peor medida del régimen del MAS desde que asumió el poder en 2006, que ha terminado siendo nefasto porque ha socavado la capacidad competitiva y exportadora del país, a la vez que ha terminado “estimulando las importaciones”, como si estas fueran malas por defecto.
Muchos fueron cambiando de opinión conforme fueron cambiando las circunstancias, pero con seguridad que si tienen un conocimiento teórico monetario mínimo ahorran en dólares a largo plazo, y no que, por el contrario, cambian la denominación de todos sus activos a moneda local en la espera de una devaluación a corto plazo.
Sin embargo, otros decimos que, en realidad, el error no fue haber adoptado el tipo de cambio fijo a fines de 2011, sino el haber mantenido simultáneamente niveles de gasto insostenibles desde entonces, y peor aún, haber compensado la caída de ingresos del gas incrementando todavía más la deuda pública desde 2014. La laxitud fiscal es absolutamente incompatible con la rigidez monetaria.
¿Pero en qué consiste la defensa del tipo de cambio fijo de manera más precisa? En que haberlo sostenido es un acierto, pero no intencionado, porque fue establecido con la idea de controlar la inflación importada, y no para lo que más terminó sirviendo después: delatar la voracidad fiscal estatal de los últimos 15 años y, fundamentalmente, dejar en evidencia el fracaso de un modelo cerrado, cortoplacista, caduco. Con un tipo de cambio flotante, por el contrario, dicho fracaso sería menos evidente a los ojos del público en general.
Para demostrar esta realidad solamente es necesario remitirse al tipo de cambio fijo que existe entre los distintos países miembro que utilizan la moneda única del euro. Cuando países como Grecia, Italia o España quisieron formar parte de la Eurozona, otros países como Alemania, Holanda y Finlandia establecieron condiciones previas en el Tratado de Maastricht: sostener una finanzas públicas saneadas y sostenibles, estabilidad en sus tipo de cambio, y una tasa de inflación que no excediera en más de 1,5 puntos porcentuales la tasa de los tres Estados miembros con mejores resultados en la materia.
Pues las causas detrás de la crisis europea, que tuvo su peor momento en 2011 cuando más se dudaba de su futuro, no fueron el euro o la dificultad para devaluar en favor de unos Estados miembros a costa de otros, sino una serie de países con conocida voracidad fiscal que violaron las condiciones del Tratado de Maastricht, además de un Banco Central Europeo que solventaba dichas violaciones.
Por el contrario, así como Daniel Lacalle le espetó a Pablo Iglesias en un célebre debate en televisión abierta hace ya algunos años, “si devaluar fuese la panacea para exportar más, Argentina y Venezuela serían los reyes de las exportaciones mundiales, y Zimbabue sería el país más exportador del mundo.” Y por cierto, Bolivia tampoco se convirtió en el país más competitivo del mundo entre 1983 y 1985, sino recién con la promulgación del DS 21060 que detuvo el proceso hiperinflacionario no sólo con ajustes, sino además con reformas estructurales.
Sí, hoy en Bolivia hay margen para incrementar la deuda pública externa y equilibrar las reservas del BCB y salir del paso en el corto plazo. No obstante, con la elevadísima volatilidad de los mercados y la incertidumbre de la economía global actual, no hay garantías para enfrentar eventualidades en el camino al objetivo, si es que, además, la estrategia se inclina por un ajuste gradual. Argentina, Mauricio Macri y su ministro Alfonso Prat Gay, artífice del gradualismo inicial, lo saben muy bien. Contraer más deuda podría servir solamente para agravar el problema, si acaso no se toman decisiones suficientemente ambiciosas en el entretanto.
Entonces, si hay alguien a quien quién Bolivia le debe debe la obligación que ahora tiene Arce de ser “sumamente austero”, ese es precisamente el tan denostado tipo de cambio fijo. Si hay un último eslabón que resiste antes de que termine de desatarse un desastre no visto en 40 años, ese es el tipo de cambio fijo.
Ahora mismo ya sólo queda ver si las palabras se las terminará llevando el viento nuevamente para evitar el ajuste y el enorme costo político que implica, y que finalmente se incurra en una devaluación cambiaria que solamente se traduce en una masiva y forzosa transferencia de riqueza, así que así como desde Alemania a España, Holanda a Grecia, y Finlandia a Italia, desde los sectores privados ahorradores y productivos generadores de riqueza, hacia un sector público altamente endeudado, deficitario, improductivo y empobrecedor.