En su reciente cumbre de Pittsburg, los jefes de Estado del G-20 han dado a conocer una de las conclusiones más preocupantes para encontrar una estrategia para lograr la recuperación, y que además pone en evidencia lo alejada que está la posibilidad de lograr aquel crecimiento sostenido que dicen buscar. Concluyeron que este organismo debe convertirse en el gran supervisor del funcionamiento económico mundial, implementando exigencias a los bancos para reforzar su capital y reducir los bonos que pagan a sus altos ejecutivos, apuntando al viejo argumento de la codicia y el capitalismo salvaje, “para terminar con las debilidades que generaron la crisis”.
Muchos creen que el socialismo más consabido terminó hace veinte años, pero no hubo ningún rediseño institucional en el sector bancario. Estamos de acuerdo en una reforma radical del sistema y en que se eliminen los privilegios, pero no mediante el dictamen del Estado sobre el sueldo de los altos ejecutivos, sino del mercado.
Para explicar esta proposición, lo que primero que debe entenderse es que la génesis de la crisis es responsabilidad de los gobiernos y sus bancos centrales cuando redoblaron la masa monetaria para la expansión crediticia sin respaldo alguno del ahorro real, y que más tarde se tradujo en los errores masivos de inversión de los que el mercado se encargó de identificar y corregir en octubre de 2008.
La nomenclatura económica tradicional hace que la banca central tenga como principal tarea el controlar la inflación y la masa monetaria, sin embargo, también está obligada a rescatar aquellos bancos con problemas inyectando liquidez para que no se desmorone el sistema, haciendo que este “prestamista de última instancia” libere de responsabilidad a los bancos privados sobre el préstamo del dinero que no tienen. Es ese el tipo de excesos que debe terminar, el exceso de poder y su planificación e intervención que provoca más errores que soluciones, el exceso que no permite que la banca privada actúe como cualquier otro agente económico.
Si por ejemplo, la emisión de dinero en manos de firmas privadas cuyo negocio dependa de su éxito en mantener estable el dinero que emiten, y que deban regular la oferta de su dinero para que el público lo acepte en virtud de su estabilidad, los bonos de los altos ejecutivos estarían determinados por la competitividad y no por la voluntad del gobernante de turno -como pretende el G-20-, los ahorristas podrían acudir a la totalidad de su dinero cuando lo vieran conveniente, y los inversionistas buscarían negocios rentables con mayor precaución. Ésta es la idea que busca de la forma más fácil, eficaz y eficiente, mantener la estabilidad monetaria, evitando toda fluctuación industrial o período de depresión, en vez de buscar medidas desesperadas que la generen o la agraven.
Si la plaga de la intervención se expande con las viejas ideas del G-20, la magnitud de sus equivocaciones tendrá relación directa con la duración y profundización de las próximas recesiones.
Publicado en periódico El Deber.