Bastante ha sucedido de nuevo por los medios en los últimos días en relación a la política económica de Bolivia y las causas de la desaceleración, el ajuste de las previsiones de crecimiento y lo que se pretende en función de compensar el desplome petrolero para el corto plazo; se ha arremetido contra las previsiones relativamente pesimistas de los organismos internacionales, contra la inversión privada, y al más que previsible agravamiento de la crisis económica internacional en forma de “deflación importada”, pero la gran generalidad de analistas económicos críticos podría realmente haber perdido perspectiva sobre lo que conduce a cualquier economía en el camino del crecimiento sano y sostenido.
Nuevamente, y como ya se apuntó al menos desde mediados de 2013, el diagnóstico general del crecimiento es simplemente errado. Efectivamente, Bolivia ha recibido una ingente cantidad de recursos nunca antes vista por un fenómeno exclusivamente internacional, pero el problema se encuentra en los medios a los que se ha recurrido para que tengan un fin determinado: nacionalizando el sector de hidrocarburos, el Gobierno se ha apropiado de las rentas y con ellas ha decidido establecer prioridades para el conjunto de la ciudadanía distintas a las que de otra manera tendría, y que, por tanto, se alejan de sus necesidades.
Al mismo tiempo, y sobre todo a medida que el sector bancario financiero se ha ido robusteciendo durante los últimos diez años, el Gobierno ha recurrido a cuanto mecanismo de política económica y fundamentalmente monetaria ha encontrado para hiperestimular el gasto, el consumo y el endeudamiento muy por encima de las posibilidades reales de financiarlos.
Pero nada de esto hace sostenibles las extravagantes cifras de crecimiento. De hecho, como en realidad menoscaba la capacidad real de generación de riqueza del país, las reajusta siempre a la baja, responsabilizando a la iniciativa privada y sin detenerse a explicar primero por qué a mayor estímulo monetario menor crecimiento: poca cosa sería que cada centavo que el Gobierno gasta y por el que se endeuda, es un centavo menos que el empresario puede invertir cualitativamente, el principal problema estriba en que las políticas de inflacionismo impiden el cálculo económico, distorsionan el mecanismo de precios a través del cual los empresarios se guían para tomar decisiones y, por tanto, terminan descoordinando toda la estructura productiva produciendo demasiado por un lado, o demasiado poco por el otro.
Más aún, la cantidad de capital para seguir acometiendo todo proyecto de megalomanía ha terminado siendo escasa, el mercado lo ha terminado detectando por sus propios medios, y está actuando en consecuencia en el inicio de una fase de liquidación todavía asumible, pero que el Gobierno, en su resistencia a seguir con la misma lógica del mercado -porque resulta impopular-, pretende seguir estimulando con mayores dosis de inflación mediante agresivas devaluaciones no convencionales y de manera cada vez más recurrente, lo cual sólo agrava la situación acelerando el estallido de una crisis que será tanto más violenta cuanto más tiempo se haya pretendido aplazarla.
La euforia alcista y el sobreoptimismo finalmente han terminado, a la vez que el mercado en su conjunto y con cada vez menores espacios de acción que el Estado impide, se está adaptando a una nueva realidad; está ajustando sus hábitos de consumo, gasto y endeudamiento, a la vez que el Gobierno permanece muy incómodo sin poder reconocer que la muy rápida desaceleración de la economía constituye una consecuencia más de sus medidas inflacionistas, e incluso empieza a desesperarse en la búsqueda de una compensación de ingresos petroleros que todavía permitan mantener a la pobación en un apacible sueño de diez años, pero que claramente empieza a convertirse ya en una pesadilla.
Artículo publicado en Página Siete, Hoy Bolivia y Economía Bolivia.