En un principio, hace unos años, solamente me atrevía a advertir las consecuencias que traería la política de estímulo de la demanda interna, pero hoy, para mis lectores antiguos no es sorpresa que tenga cada vez mayor certeza de que Bolivia tiene un muy serio problema de sobrecapacidad y de burbuja de activos, que, por persistir en el error, tarde o temprano y de manera ineludible terminará de llevar a la economía de la desaceleración hacia la crisis generalizada. ¿Por qué no seguir ensayando, entonces, medidas correctivas?
Como decía con el décimo aniversario de la bancarrota de Lehman Brothers hace unos días, y a la luz de humilde mi experiencia y conocimiento desde entonces, las crisis suelen sembrarse en etapas de gran auge, impulsado típicamente por un estímulo desmedido de la demanda interna a través del gasto público y la reducción arbitraria y prolongada de las tasas de interés; los riesgos se construyen lentamente y luego todo suceden rápidamente hasta que las incertidumbres resultan inasumibles; y las burbujas no se inflan por la simple acumulación de activos de alto riesgo, sino por inducir a la gente a acumular activos que el gran consenso considera que son de bajo riesgo.
En este sentido, España es uno de los casos de crisis típicas que cito de manera más recurrente. Lo que sucedió allá fue que, por un lado, el gobierno de Zapatero implementó un programa de gasto público con muy pocos precedentes; y que, por el otro, el Banco Central Europeo redujo las tasas de interés a mínimos históricos con los activos alemanes, holandeses o fineses como colateral.
Todo esto creó un problema de sobrecapacidad pública y una burbuja inmobiliaria de proporciones incalculables que explotó en 2007 al que inicialmente le restaron importancia; en 2009, cuando las CCAA entraron en quiebra, empezaron a tomar los efectos en serio, aunque el Gobierno redobló la apuesta con el infame Plan E, que consistió en la misma batería de medidas que causaron el problema en primer lugar; hasta que en 2011 Zapatero se vio forzado a dimitir y convocar a elecciones anticipadas.
Pues hoy la situación en Bolivia no es distinta. Las investigaciones e informes de prensa son cada vez más frecuentes sobre proyectos de inversión, tanto públicos como privados, demasiado ambiciosos y de riesgo elevado, como -solamente por mencionar muy pocos- el Urubó, la planta de urea y amoniaco, la sede de Unasur o las 2.300 viviendas sociales que el Estado construyó sin demanda real de mercado, que como hace mucho que ya no suman al crecimiento, deben inevitablemente liquidarse en forma de mayor desaceleración o incluso crisis.
Desde 2013 el Gobierno empezó a negar la desaceleración perdiendo una cantidad de tiempo demasiado grande y que no volverá. Luego buscaron mercados para el sector no tradicional de manera desesperada en el exterior, incluso en la Comunidad Eurasiática. Y ahora buscan fuentes alternativas de ingresos o menos gasto con el etanol e incluso, aunque con contradicciones, mediante la eliminación al menos parcial de los subsidios a la electricidad e hidrocarburos. Todas estas medidas, aunque algunas dirigidas en la buena dirección, son sólo cosméticas en comparación al tamaño del conjunto de errores cometidos e inducidos a cometer durante 13 años continuos de estímulo desmedido de la demanda.
A pesar de que no fue lo ideal, la manera en que España lidió recién en 2012 con la explosión de la burbuja inmobiliaria fundamentalmente privada, fue asumir la bancarrota de manera relativamente ordenada mediante la creación del ‘banco malo’, la entidad a través de la cual el Estado socializó las pérdidas de la banca comprando forzosamente sus activos tóxicos o sin demanda, aún a precios de burbuja, con dinero del contribuyente y con cargo al incremento de la deuda pública; y recuperó.
Bolivia, en cambio, al persistir en el error, está agotando rápidamente su margen de maniobra para hacer algo similar, más aún si además le impide al sector privado -aquel que no cuenta con privilegios directos del Estado- desapalancarse naturalmente si así lo desea, como lo hicieron las familias y empresas españolas, reduciendo la deuda privada de 215.7% del PIB en 2010 al 166.1% del PIB en 2016. Entonces, si no se deja de atosigar al sector privado para que pueda desapalancarse, ¿no quedaría más que la bancarrota desordenada o incluso caótica y desastrosa?
Más aún, luego de la admirable capacidad de desapalancamiento privado español, recién hoy en su última etapa de recuperación en diez años, la banca ha pasado a liquidar los activos inmobiliarios tóxicos en un equivalente a €71 mil millones. Entonces, ¿por qué Bolivia, y en especial la banca, no acepta de una vez que se han cometido errores de inversión sin precedentes, en vez de esperar a que suceda lo peor para asumir sus deberes de manera ordenada y con precios de burbuja aún favorables ?