El caso de Brasil en medio de la economía global que se encamina hacia la estanflación, es para destacar. Durante los primeros nueve meses del año la mayor preocupación sobre la economía del país carioca eran las elecciones generales de primera vuelta, en las que se presumía que Lula Da Silva ganaría las elecciones. Sin embargo, el nerviosismo de los inversores se empezó a disiparse tan rápido como cuando se confirmó que habría segunda vuelta y que esta sería disputada con Jair Bolsonaro.
Los resultados de la primera vuelta se han traducido pues en que el único resultado posible a futuro es la continuidad de Bolsonaro y la moderación y pragmatismo de Lula, por eso los inversores ya no están tan intranquilos con los resultados de la segunda vuelta el 30 de octubre.
El optimismo de los inversores se debe fundamentalmente a que las reformas de Bolsonaro, sobre todo en el sector energético, han empezado a hacer efecto, permitiendo al país aprovechar lo mejor de la oportunidad que ha ofrecido la coyuntura internacional para las materias primas en general, y el gas y el petróleo en particular, y además recuperarse de la crisis de la pandemia y los altos niveles de inflación mucho antes de lo previsto por el propio Fondo Monetario Internacional (FMI).
De esta manera, todo esto se está reflejando primero en el comportamiento de las acciones de su mercado de capitales.
Segundo, y de la misma manera, el optimismo también se ilustra en el comportamiento del real brasileño frente a otras monedas de economías emergentes comparables.
Sin embargo, lo más importante a considerar sobre la economía de Brasil y sus perspectivas de largo plazo es que en los últimos meses tanto el crecimiento como la inflación han empezado a seguir la tendencia exactamente contraria a la que sigue la economía global. En el gigante latinoamericano, aunque todavía se encuentra en niveles elevados, la inflación está cayendo de manera sostenida, y aunque todavía se encuentra en niveles reducidos, el crecimiento ha estado repuntando: para el FMI, Brasil crecerá 2,8% en 2022 y 1% en 2023 (cuando en abril dijo que entraría en recesión del -0,4%).
¿Cómo se logró esto? Entre otras cosas, reduciendo la deuda (que en 2020 había alcanzado el 90% del PIB en el marco de la pandemia, pero que ha venido cayendo durante los últimos 10 meses), limitando el gasto público (se espera que haya superávit primario en 2022 luego de 9 años) e incrementando agresivamente las tasas de interés anticipando la espiral inflacionaria global mucho antes -exactamente un año antes, marzo de 2021- que la propia Reserva Federal, y sobre todo aplicando políticas de oferta, con reformas estructurales anteriores y durante la crisis sanitaria en empresas como Petrobras, pero de manera más reciente, e impulsada por la coyuntura de guerra y crisis energética en Europa, reduciendo impuestos para abaratar costos a los productores.
Eso sí, no todo es una taza de leche. Aunque si acaso ganara Lula y no tuviera el poder suficiente para revertir las reformas estructurales de Bolsonaro, todavía existe la posibilidad de que Brasil caiga nuevamente en una espiral de volatilidad debido a un importante incremento del gasto público que deteriore el sector fiscal y una muy posible inestabilidad política por posibles vendettas políticas.
En definitiva, no representa un paraíso para los grandes capitales del mundo, pero en el contexto de lo que está disponible o de lo que sucede en el resto del globo, Brasil se muestra cada vez más atractivo, sobre todo si se consideran miras de largo aliento e indistintamente de lo que pueda suceder este 30 de octubre, y más todavía si finalmente la promesa de Bolsonaro de reformar el sistema de pensiones se hace realidad.
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