El 15 de septiembre de 2018 se cumplen 10 años de la bancarrota de Lehman Brothers, que causó una de las crisis económicas internacionales más grandes desde la Gran Depresión de los años 30. No es poco lo que hay para decir al respecto, y lamentablemente en los medios no se habla lo suficiente sobre el tema, probablemente porque de poco sirve si se resignan y piensan que en el futuro las crisis seguirán repitiéndose una vez tras otra por simple defecto.
Es más, los políticos serán quienes más insistan en esta resignación al decir sobre toda próxima crisis lo mismo que han dicho en el pasado, que la causa está en el exceso de libertad y la falta de regulación de los mercados, que la culpa la tienen el egoísmo y la avaricia de los empresarios e inversores que se dedican a jugar en bolsa corriendo demasiados riesgos como si se tratara de un casino. Sin embargo, estos no son más que algunos de los muchísimos mitos urbanos que se construyen de manera permanente, pues así como tanto sabe fútbol y política, todo el mundo sabe de economía.
Lo cierto es que las crisis económicas no suceden por un simple devenir de la naturaleza, sino que tienen autores con nombre y apellido, se gestan durante los períodos de gran auge artificial, y quienes juzgan a los inversores en bolsa pensando que se trata de un casino no sólo que no se han detenido a reflexionar en el auténtico rol que juegan en la sociedad generando legítima riqueza, sino que, además, simplemente no saben de lo que hablan, de hecho, ha quedado abundantemente demostrado que a largo plazo la inversión en renta variable es el activo más seguro, mientras cada vez más gente se inclina por mantener sus ahorros debajo del colchón justamente por escaso conocimiento mínimo de economía y finanzas.
Lo que ha sucedido desde la bancarrota de Lehman, con el argumento político -más bien queja- de que hubo que intervenir en la economía para salvar al capitalismo de sus propias garras, es que, sin reparar en que podría tratarse justamente de lo contrario, que el sector financiero ha sido siempre el sector más regulado e intervenido en cualquier economía del mundo, a la cantidad de nuevas normas y regulaciones que ya existían se han sumado cientos de miles de nuevas páginas de regulación sin que signifique garantía alguna para que en el futuro no se repitan crisis como la de Lehman.
Y los economistas partidarios de la intervención regulatoria tienen su gran dosis de culpa en cada crisis, como luego veremos. Se creen tanto más listos que el común de los mortales que dedican toda su vida profesional a modelizar y tratar de controlar así cada aspecto de los individuos desde sus escritorios, y peor aún, tratando de predecir la próxima gran crisis. Sin embargo, lo que justamente delata el hecho de que se haya repetido una crisis internacional semejante luego de casi cien años es que la Ciencia Económica ha deteriorado significativamente la calidad de su trabajo porque ha perdido el norte.
Los economistas convencionales entienden la economía en términos que son más adecuados en el campo de la física. El problema de escasez al que se aproximan tiene que ver con cosas y objetos materiales, de recursos que están dados y que tienen que ser llevados de un lugar a otro, y además de manera eficaz y eficiente oportuna para evitar justamente los más acelerados procesos de empobrecimiento que son las crisis; pasan demasiado tiempo pensando en términos de espacio y materia, cuando, en realidad, la economía, tiene que ver más con el mundo praxeológico deductivo, que trata sobre cómo los individuos actúan e interactúan para lidiar con la escasez, que es imposible de modelizar objetivamente.
Más aún, los economistas convencionales yerran dónde buscar problemas. No consideran siquiera que son creados frente a sus propios ojos. Confunden las causas con los síntomas, y las interpretan como un fenómeno natural imprevisible. No consideran que las crisis económicas tienen que ver con problemas más cualitativos que cuantitativos, y que suelen sembrarse típicamente durante la etapa de un auge deliberadamente creado con la ayuda de los políticos a los que asesoran, con un forzoso y excesivo intervencionismo de “estímulos” y “fomentos” monetarios y crediticios que inducen a los empresarios a cometer errores generalizados de inversión, y que patéticamente agravan con cada vez más intervención en su pretensión de evitar toda crisis ulterior.
Esto lo sé porque siempre me dediqué a los fenómenos de crisis generalizadas, hasta que estudié economía y terminé especializándome en ciclos económicos, reformas estructurales y estrategias de transición, y que ahora aplico de manera permanente, siempre abierto a más y nuevas interpretaciones que desafíen el consenso de lo políticamente correcto.
De hecho, en cuanto primero quebró Bear Stearns en 2007 y luego dejaron quebrar a Lehman en 2008, encontré una similitud demasiado grande con la propia crisis de Bolivia entre 1983 y 1985. Entonces decidí estudiar con uno de los muy pocos expertos de quienes supe hasta entonces, capaces de explicar de la manera más rigurosa posible las causas de una crisis tan severa y semejante a nivel global. Casualmente terminé estudiando una maestría e iniciando el programa de doctorado en Madrid con este experto (que terminó escribiendo el prólogo de uno de mis libros), justamente en el peor momento de la crisis española, cuando Zapatero anunció que dimitía y adelantaba elecciones generales, pero hubiera estado dispuesto a ir hasta Turkmenistán a empezar a hacer exactamente lo mismo que hago hoy.
Sobre la Gran Recesión ya abundé primero en La década perdida de Occidente y luego en Incautos, por lo que solamente me limitaré a decir que EEUU vive hoy lo que Bolivia vivió hasta 1985, y que Bolivia vive hoy lo que EEUU vivió entre 2001 y 2008; para observar lo primero es decir, las consecuencias del experimento monetario y crediticio más grande de la historia orquestado por Ben Bernanke, solamente es necesario observar, entre otros, la más grande y duradera cotización de acciones del mercado bursátil estadounidense; y para lo segundo es sólo cuestión de tiempo.
Así, con el tiempo, aunque todavía corto, he visto y constatado que a la gran mayoría de economistas -por no decir que a todos- le falta demasiado de lo que Nassim N. Taleb llama ‘skin in the game’. Los economistas simplemente no pueden no sufrir las consecuencias de las pésimas ideas que recomiendan a sus políticos. Por eso llego a la conclusión de que las quejas no sirven de nada si uno no está satisfecho con lo que observa en su entorno y le urge cambiarlo, que es necesario actuar y superar las eternas etapas de diagnóstico y prescripción tendenciosa actuando, y no desde lo seguro como político ni economista de salón, sino arriesgando como empresario e inversor.
No tengo nada contra los puramente teóricos ni creo que sea posible desarrollar teoría sólo desde la práctica para interpretar la realidad y tomar decisiones, que es resulta muy necesario, pero me quedo con el esfuerzo que alguien como Ray Dalio, fundador y presidente de Bridgewater Associates, el hedge fund más grande con más de $160 mil millones de activos bajo gestión, hace por combinar ambos mundos y poner su propio dinero y prestigio donde recomienda; así lo demuestran su historia y sabiduría, que lo hacen más creíble y confiable que cualquier economista promedio:
As an investor, my perspective is different from that of most economists and policymakers because I bet on economic changes via the markets that reflect them, which forces me to focus on the relative values and flows that drive the movements of capital which in turn drive these cycles. In the process of trying to navigate them, I’ve found there is nothing like the pain of being wrong or the pleasure of being right as a global macro investor to provide the practical lessons about economics unavailable in textbooks.
Con todo esto finalmente he terminado adquiriendo el conocimiento base suficientemente robusto como para involucrarme de lleno en el ‘contrarian investing’ o ‘crisis investing’, e ir aplicando para la próxima crisis la idea de que los riesgos se construyen lentamente y luego suceden rápidamente hasta que las incertidumbres resultan inasumibles; que identificar el problema a tiempo y corregir antes que nadie es impagable; que es mejor actuar un año antes que un minuto tarde; que en el errado deseo de correr demasiados riesgos a cambio de un extraordinario beneficio puedes terminar perdiendo todo lo que construiste durante la etapa del auge; que es innecesario esperar ser el último en bajarse de la ola inmediatamente antes de que rompa; y que siempre es mejor dejar que sea otro el que gane el último centavo que quede en el mercado.
Columna publicada en América Economía.